«El Señor se ha unido a vosotros y os ha elegido» (cf. Dt 7, 7).
Dios se ha unido a nosotros, nos ha elegido, este vínculo es para siempre, no tanto porque nosotros somos fieles, sino porque el Señor es fiel y soporta nuestras infidelidades, nuestra lentitud, nuestras caídas.
Dios no tiene miedo de vincularse. Esto nos puede parecer extraño: a veces llamamos a Dios «el Absoluto», que significa literalmente «libre, independiente, ilimitado»; pero, en realidad, nuestro Padre es «absoluto» siempre y solamente en el amor: por amor sella una alianza con Abraham, con Isaac, con Jacob, etc. Quiere los vínculos, crea vínculos; vínculos que liberan, que no obligan.
Con el Salmo hemos repetido: «El amor del Señor es para siempre» (cf. Sal 103). En cambio, de nosotros, hombres y mujeres, otro salmo afirma: «Desaparece la lealtad entre los hombres» (Sal 12, 2). Hoy, en particular, la fidelidad es un valor en crisis porque nos inducen a buscar siempre el cambio, una supuesta novedad, negociando las raíces de nuestra existencia, de nuestra fe. Pero sin fidelidad a sus raíces, una sociedad no va adelante: puede hacer grandes progresos técnicos, pero no un progreso integral, de todo el hombre y de todos los hombres.
El amor fiel de Dios a su pueblo se manifestó y se realizó plenamente en Jesucristo, el cual, para honrar el vínculo de Dios con su pueblo, se hizo nuestro esclavo, se despojó de su gloria y asumió la forma de siervo. En su amor, no se rindió ante nuestra ingratitud y ni siquiera ante el rechazo. Nos lo recuerda san Pablo: «Si somos infieles, Él —Jesús— permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo» (2 Tm 2, 13). Jesús permanece fiel, no traiciona jamás: aun cuando nos equivocamos, Él nos espera siempre para perdonarnos: es el rostro del Padre misericordioso.
Este amor, esta fidelidad del Señor manifiesta la humildad de su corazón: Jesús no vino a conquistar a los hombres como los reyes y los poderosos de este mundo, sino que vino a ofrecer amor con mansedumbre y humildad. Así se definió a sí mismo: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29). Y el sentido de la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, que celebramos hoy, es que descubramos cada vez más y nos envuelva la fidelidad humilde y la mansedumbre del amor de Cristo, revelación de la misericordia del Padre. Podemos experimentar y gustar la ternura de este amor en cada estación de la vida: en el tiempo de la alegría y en el de la tristeza, en el tiempo de la salud y en el de la enfermedad y la dificultad.
La fidelidad de Dios nos enseña a acoger la vida como acontecimiento de su amor y nos permite testimoniar este amor a los hermanos mediante un servicio humilde y manso. Es cuanto están llamados a hacer especialmente los médicos y el personal paramédico en este policlínico, que pertenece a la Universidad católica del Sacro Cuore. Aquí, cada uno de vosotros lleva a los enfermos un poco de amor del Corazón de Cristo, y lo hace con competencia y profesionalidad. Esto significa permanecer fieles a los valores fundantes que el padre Gemelli puso en la base del Ateneo de los católicos italianos, para conjugar la investigación científica iluminada por la fe y la preparación de cualificados profesionales cristianos.
Queridos hermanos: En Cristo contemplamos la fidelidad de Dios. Cada gesto, cada palabra de Jesús transparenta el amor misericordioso y fiel del Padre. Y entonces, ante Él, nos preguntamos: ¿Cómo es mi amor al prójimo? ¿Sé ser fiel? ¿O soy voluble, sigo mis estados de humor y mis simpatías? Cada uno de nosotros puede responder en su propia conciencia. Pero, sobre todo, podemos decirle al Señor: Señor Jesús, haz que mi corazón sea cada vez más semejante al tuyo, pleno de amor y fidelidad.
FRANCISCO EN LA SOLEMNIDAD DEL CORAZÓN DE JESÚS. Viernes 27 de junio de 2014