Nació ciego, pero demostró ser el mejor vidente de su entorno.
A su alrededor todos estaban ciegos.
Los discípulos sólo veían en él la sombra del pecado y estaban ciegos para la compasión y la misericordia. “¿quién pecó para que naciera ciego él o sus padres?
Los fariseos no supieron ver la gracia curativa que devolvió la vista a quien caminaba entre sombras. Sumidos en la oscuridad y la cerrazón, solo tenian ojos para ver que se quebrantaba la Ley y que el sábado era ninguneado. Estaban ciegos.
– “Este hombre no viene de Dios”
Estaban ciegos los vecinos que no reconocían al que había recuperado la visión:
– “No es él, pero se le parece”
Estaban ciegos por el miedo sus propios padres:
– “Sabemos que es nuestro hijo y que nació ciego. Si ahora ve no sabemos por qué, preguntadle a él que ya es mayorcitos”
Ciegos los judíos que rechazaron la evidencia. Insultaron al que había sido ciego y lo expulsaron de su sinagoga.
Ciegos… Ciegos para la bondad, incapaces de descubrir el bien, incapaces de felicitar y compartir la alegría del que había nacido ciego y ahora podía ver.
Entre tanta ceguera se insinuaba un resquicio de luz. Aquellos que, aunque tímidamente vislumbraban la obra de Dios. Son capaces de reconocer al que se sentaba a pedir y escuchaban con interés, con deseos de verdad sus reiteradas explicaciones. Eran aquellos que reivindicaban «¿cómo puede un pecador hacer semejantes signos?»
Era el propio ciego que echaba en cara la ceguera de quienes se negaban a admitir lo evidente: “pues eso es lo raro que vosotros no sabéis ver que es un profeta cuando a mi me ha abierto los ojos…”
¿Y nosotros? ¿no somos también ciegos de nacimiento, proclives a descubrir y señalar lo negativo en los hermanos? ¿ciegos para ver la bondad o los dones del hermano, sus logros, sus triunfos?
Necesitamos la cercanía de Jesús sentir nuestros ojos presionados por el barro y su saliva. Sentir el agua clara de Siloé sobre ellos y acoger esa luz liberadora que nos hará ver la Luz
Sor Áurea