Jesús es “empujado” al desierto. Esta expresión nos sorprende y aunque algunas traducciones la suavizan cambiando el verbo “empujar” por el de “mover”, de manera que resulta “Jesús “movido” por el Espíritu…” Pero sabemos que el utilizado en la primera opción responde fielmente al significado del griego original. Así pues, Jesús no fue atraído sino empujado, dándonos a entender que no acudió de buena gana y necesitó el empujón de la fuerza de Dios para adentrarse en un desierto que siempre resulta inhóspito. Una vez más se nos muestra su humanidad, su cuerpo es humano y su alma también. Jesús es hombre verdadero y no mera apariencia como decían los docetas. Por tanto, a Jesús le repugna y cuesta lo que nos repugna y cuesta a los demás hombres y mujeres.
Esto tiene una importancia que queda resaltada si consideramos lo que se dice en un texto que por lo extremadamente escueto tenemos que valorar cada uno de sus vocablos.
Una vez allí, en el desierto, se quedó, aceptando aquello que la fuerza divina le imponía y se quedó durante cuarenta días.
“40” es un número simbólico que encontramos repetidamente en la Biblia.
Marcos no habla de ayunos y penitencia, pero sí que nos hace ver la dureza de aquel hábitat poblado de alimañas y demonios, aunque también de ángeles. Al desierto en cuanto símbolo atribuimos diversidad de significados incluso contradictorios entre sí. Es el espacio al que fuimos arrojados, según el decir de algunos para una existencia no elegida y por tanto puede ser el lugar del sufrimiento, la soledad no deseada, convertida en negativo aislamiento y el sin sentido del vivir, pero desde la óptica más positiva lo consideramos como el sitio donde la maduración y el crecimiento son posibles.
Hay quien tiene miedo a la soledad y a la privación, no los puede soportar y hay quien hace de ello su fortuna. Si somos de los primeros, si vivimos una pobreza y una soledad impuestas, si nuestra pareja es el sufrimiento, nos hará bien recordar que sin dolor no hay perla, “haz que tu padecimiento se convierta en perla” en frase atribuida a Hildegarda von Bingen, esa mujer tan influyente en el pensamiento de la Edad Media y sacada a la luz al ser canonizada por el papa Benedicto XVI.
Jesús vivió ese confinamiento con las mismas vicisitudes que sufrimos los humanos en situaciones de penuria, pero supo hacer de ellas recursos de superación y plenitud.
Despojado de lo accesorio y accidental, pasando hambre y tribulación superó las tentaciones que a todos nos acosan. Aunque en la versión de Marcos no se enumeran ni se detallan, las tenemos presentes al recordarlas cada primer domingo de cuaresma y aunque en metáfora, las mismas que a todos nos inquietan por humanas. Puesto que se hizo hombre, en todo semejante a nosotros tuvo que, que sentir lo mismo que sentimos, ser tentado por el deseo de plenitud y satisfacción, bienestar y felicidad, pero supo subordinarlo al «hágase tu voluntad y no la mía.
Abandonemos los sentimientos negativos y centrémonos en las ansias de superación y progreso tal como el mismo Jesús nos enseñó sabiendo que “no sólo de pan vive el hombre” «no tentarás al Señor tu Dios y a Él sólo adorarás» es decir, que nunca nos sentiremos satisfechos por mucha abundancia o poder adquisitivo que poseamos ni por los ídolos que se nos presentan como capaces de colmarnos. Sólo así se nos dará que el maltrato y la provocación de los «demonios y bestias» que nos merodean acabe en piedra preciosa quedándonos con los «Ángeles».
Nuestro corazón está inquieto. No somos una pasión inútil, como se ha dicho, pero sí insatisfecha. Es aquello de San Agustín: «Nuestro corazón está inquieto hasta que en ti». Sea cual sea nuestra imagen de Dios, siempre encerramos en ella lo más alto y sublime que podemos concebir y esa es siempre la medida de nuestro deseo o aspiración y por tanto también de nuestra insatisfacción. Para superarla no hay más que dejarnos empujar, como Jesús, a ese desierto en el que despojados de todo no podemos más que encontrarnos con nosotros mismos y escuchar esa voz que susurra cariñosa a los oídos de nuestro corazón y que satisface la nostalgia de plenitud devolviéndonos la paz, la armonía y el buen vivir. Es aquello del salmo 61 “Sólo en Dios descansa mi vida”. Sólo la Palabra que sale de la boca de Dios me devolverá el verdadero vivir. Sólo así haremos de nuestro desierto, el de nuestra vida, un vergel, un desierto florecido como el de Atacama, cuando sintamos cerca de nosotros, y seamos capaces de disfrutar y a la vez propagar el Reino, cuando podamos gritarnos y gritar a los otros, como Jesús: “Está cerca el Reino de Dios, convertíos y creed en el Evangelio”.
Sor Áurea Sanjuán Miró, op