TOMÁS

UNO DE LOS NUESTROS

“Porque me has visto has creído”

Tomás era un hombre de ideas claras y concretas. Cuando en la Última Cena Jesús anuncia que se va, que ha llegado el fin, él interrumpe preguntando: «Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?» (Jn14,5).

En un momento en el que Jesús corría peligro arengó a sus compañeros:  «Vamos también nosotros y muramos con él» (Jn 11, 16). Sin embargo, cuando vio que la cosa iba en serio, lo abandonó a su suerte al igual que hicieron los otros discípulos. Y cuando mataron a su Maestro se vino abajo con todas sus expectativas. Habían fracasado y ya no valía la pena seguir con aquellos proyectos, ni estar con los amigos. Los amigos le insistían «está vivo ha vuelto a la vida», «Lo hemos visto» (Jn 20, 25), él respondía con lapidaria frase: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo» (Jn 20, 25). Por eso lo conocemos como el apóstol incrédulo.

Justo un hombre como los de hoy, como nosotros. Queremos ver para creer. Queremos verificar antes de asentir. 

¿Cómo aceptar algo que no hemos visto ni tocado que tampoco han visto ni tocado quienes nos lo contaron? No nos basta y con razón, aquello de «la fe del carbonero» o que la fe lleve una venda en los ojos; una fe que creía no necesitar instrucción ni formación lo cual no fue cierto ni siquiera para los tiempos de analfabetismo generalizado.

Hoy queremos una fe de mayoría de edad y ello sumergidos en una cultura que todo lo somete a demostraciones científicas y que se manifiesta como la oposición más radical a lo religioso, aunque bajo la capa de respeto a la libertad de expresión y de creencias

En este ambiente la aseveración cristiana «¡Cristo ha resucitado!» nos resulta difícil, incluso embarazoso. Embarazoso responder a los de fuera y a nosotros mismos se nos hace difícil asumirla.

Una vez más el anacronismo en los conceptos y en el lenguaje nos traiciona. En consecuencia, al hablar de resurrección y al escuchar esos relatos, estamos aplicando nuestras propias categorías sin caer en la cuenta que nuestras palabras y conceptos de hoy no dicen lo mismo que decían hace dos mil años.

Ahí está la dificultad, no sabemos cómo hablar de nuestra fe sin caer en trivialidades dando pie a que se nos malinterprete y nos refugiamos en el aforismo de cierto filósofo (Wittgenstein Tractatus lógico-philosophicus, 7, 1922): «De lo que no se puede hablar, es mejor callar» es decir, de aquello que es lo más importante es mejor no hablar, si lo hacemos, tenemos el riesgo de aumentar la confusión.

Todos tenemos referencia, incluso conocemos y disfrutamos de su amistad, de personas científicamente sabias y a la par creyentes y de otras igualmente sabias y científicas que se declaran agnósticas o increyentes.

Ni la razón ni la ciencia se contraponen a la fe. Simplemente se trata de dos categorías o niveles diferentes y por tanto no se pueden comparar ni oponer entre sí. No es irrazonable creer ni tampoco hablar de nuestra fe, siempre que al hacerlo seamos conscientes de la ruptura de nivel en que nos movemos y sobre todo lo hagamos coherentes con nuestra propia vida, con nuestras actitudes y obras que sí se ven y se tocan.

Pero volvamos a Tomás, a ese hombre de hoy para como él acabar confesando nuestra fe: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20, 28).

Sor Áurea Sanjuan Miró, op

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