Llegamos al último episodio de la vida de Jesús. Su paso por la tierra de los hombres ha llegado a su término. Es lo que celebramos en esta fiesta de la Ascensión. Una fiesta ilustrada con la imagen de Jesús subiendo físicamente y adentrándose en las nubes.

“Después de hablarles, el Señor Jesús subió al cielo y se sentó a la derecha de Dios”.

Imagen durante tantos siglos interiorizada, que nos resulta muy difícil apearnos de ella olvidando o ignorando que estos relatos no son una crónica de sucesos, sino un género literario con el que se pretende afirmar una verdad teológica y mostrarnos gráficamente el
mensaje que encierran.

El Maestro se va, pero nos deja su encargo.

«Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación»

Un encargo que implica una tarea ardua para la que no valen los programas de márquetin, una tarea que involucra todo nuestro ser, nuestro modo de vivir.

Los textos de este Misterio sagrado señalan que «algunos de los suyos dudaron», nosotros mismos dudamos, pero ello no impide que estemos llamados a la misión, puesto que por muy seguros que estuviésemos nuestras afirmaciones de Fe no bastarían. Afirmar categóricamente la creencia cristiana, incluso apoyando con argumentos racionales, tiene poco poder de convicción, pues la fe no es algo que conseguimos con nuestro empeño ni comunicamos con discursos, sino un don, un regalo.

Es nuestra propia vida la que entra en el juego de testificar a Jesús. Él mismo nos lo indicó al pedirnos que nos amemos de tal manera que llame la atención y haga exclamar: «Mirad cómo se aman» y de esa manera la gente sabrá que somos de los suyos.

Las primeras comunidades cristianas “que todo lo tenían en común” de nos pide el Maestro. Lo descubrimos en la llamada Carta a Diogneto, un texto del siglo II, que dice:

«Los cristianos no se distinguen de los demás hombres, ni por el lugar en que viven, ni por su lenguaje, ni por sus costumbres. No tienen ciudades propias, ni utilizan un hablar insólito, ni llevan un género de vida distinto… sin embargo, dan muestras de un tenor de vida admirable y, a juicio de todos, increíble…»

Y es que el ser testigos, el ser auténticos seguidores de Jesús no requiere actitudes extrañas. Solo nos exige «pasar haciendo el bien». Intentar que nuestra vida refleje el mensaje de Aquel que nos pone en marcha. No nos dejará solos, nos mandará la fuerza del Espíritu y Él mismo estará con nosotros todos los días acompañando e impulsando nuestro quehacer. Sólo con Él y viviendo como Él, anunciaremos que otro modo de vivir, otros valores y por tanto un mundo mejor, son posibles.

La venida del Espíritu nos dará la seguridad y la fortalece que necesitamos.

El tiempo, la vida terrena de Jesús, ha terminado. Comienza nuestra tarea.

Sor Áurea Sanjuán, OP

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