Con las puertas cerradas, las de la casa y las del corazón. Los apóstoles tenían miedo, nosotros tenemos rutina o desgana. Pero Jesús que conoce nuestro interior y sabe la pobreza y tibieza de nuestra Fe, irrumpe cuando menos lo esperamos y aunque tengamos echado el cerrojo.
“¡Paz a vosotros!”
Es su saludo preferido. Sin paz nos falta la serenidad para la escucha. Necesitamos paz, pero la suya, “no la que da el mundo”, por eso nos muestra sus manos y el costado, son las señas de su identidad, las huellas de su entrega por nosotros. Los discípulos saltan de alegría: “¡es el Maestro!”. Y escuchan otra vez:
“¡Paz a vosotros!”
Pero ahora les suena de otra manera. ¡Es la paz y la alegría del Señor! La paz y la alegría que también nosotros necesitamos para, como ellos, despertar de nuestro letargo y retomar la ilusión y el entusiasmo de seguirle, de relanzarnos a esa aventura.
Hoy comienza un día nuevo, estrenamos otra vez el gozo y el fervor. Ha llegado el Espíritu con sus dones.
Ahora se nos da la sabiduría de mirar y ver con los ojos de Dios, el entendimiento para escrutar su Palabra, la clarividencia para distinguir su consejo de entre la multitud de directrices engañosas.
Con el Espíritu recibimos la fortaleza que sostiene nuestra debilidad y acrecienta nuestro empeño de seguir a Jesús y nos robustece ante los avatares de la propia existencia, la ciencia para captar y contemplar a través de la grandiosidad de los mares y los bosques y toda esa maravilla que constituye nuestro hábitat, la Belleza del Dios creador.
Nos confirmamos en ese sentimiento de pertenencia y arraigo en el Padre Dios y el amigo Jesús que nos llena de piedad, es decir de gratitud, de oración y amor, el amor que nos insta a confiar y sentirnos tan seguros como un niño en brazos de su padre, que nos inspira temor, que no significa miedo, sino respeto ante su grandiosidad en la que nuestra pequeñez encuentra su refugio.
Son las lenguas de fuego que aletean sobre nosotros cuando estamos reunidos en comunidad.
Lucas, en los Hechos de los Apóstoles, nos cuenta el alborozo de aquel día. El “escándalo” que despertó a todo Jerusalén. “¿Están borrachos ya, tan de mañana?”
Ojalá los cristianos fuésemos hoy capaces de armar tal alboroto. Ojalá apareciésemos como ebrios de alegría, de coraje y valentía. Ha llegado el Espíritu, la tarea de Jesús es ahora la nuestra.
Es la fiesta del Espíritu, el corazón se dilata, el mundo entero cabe en él. Los náufragos engañados encuentran nuestro abrazo. Las sonrisas amordazadas se abren paso desde el alma. Las distancias se acortan y todos, todos cabemos en la casa del Señor. ¡Es la fiesta de la Iglesia! La fiesta de los seguidores de Jesús. Son el cielo y la tierra nuevos construidos por la fraternidad y el amor.
Ven, Espíritu Santo,
Llena nuestros corazones
y enciende en ellos
el fuego de tu amor.
Sor Áurea Sanjuán, OP