La tradición nos cuenta que María, siendo niña, fue presentada en el templo por sus padres. A más de veintiún siglos, volvemos a celebrar litúrgicamente el mismo acontecimiento, y a poner en esta mujer gloriosa con corazón evangélico de niño, las innumerables vidas y experiencias que a través de todos estos años ha ido acumulando la historia de la iglesia y de toda la humanidad.
El libro del Apocalipsis nos muestra al “León de la tribu de Judá”, el descendiente de David, que es capaz de abrir el libro y los siete sellos, al Cordero degollado y resucitado, que con su sangre ha comprado para Dios hombres de toda raza pueblo y nación y, de alguna manera, nos ha hecho entrar con Él a su reino en los cielos. El mismo que en la tierra lloró al ver que sus paisanos no aceptaban la salvación, es el vencedor que entregará al Padre todo lo que creó por él y para él. Él es sacerdote eterno que permanece para siempre intercediendo por sus hermanos, el que desde toda la eternidad destinó a María para ser Madre de la nueva humanidad.
A este Jesucristo triunfante, que en la tierra derramó lágrimas por la dureza del corazón de sus hermanos, hoy presentamos a su Madre, disfruto más colmado de su redención. Y depositamos en sus manos nuestra esperanza de paz para los pueblos, de alivio para los que sufren, de salud para los enfermos, de oportunidades para los que no son tenidos en cuenta, de conversión para los que no conocen a su Hijo o se han alejado de Él. La presentamos, ya no niña, sino gloriosa y colmada de nuestras necesidades; con la certeza de que su poderosa intercesión alcanzará para cada uno lo que necesita.
¡Que ella que acompañó todos los momentos de la vida de Jesús en la tierra, siga siendo para nosotros vida, dulzura y esperanza nuestra! ¡La que en el cielo consigue para nosotros lo que nosotros mismos, no sabemos, o no nos atrevemos a pedir!
Sor Mªría Luisa Navarro, OP