Es conocido el episodio, Moisés hizo una serpiente de bronce, la puso sobre un mástil y todo aquel que la miraba quedaba salvado de la mordedura mortal. (Números 21,4-9)
¿Por qué una serpiente? Los israelitas, tanto tiempo esclavos en Egipto, se habían familiarizado con los dioses de sus opresores. Ranenutet era uno de ellos simbolizado precisamente por este reptil. Sus potencialidades eran ser veneno y antídoto, dar muerte y dar vida.
Mirar a la serpiente era para ellos visualizar un dios. No era su Dios del que habían renegado añorando las cebollas y los ajos de los que disfrutaban en su cautiverio mientras que ahora tenían que tragarse ese insípido pan llamado maná. Ranenutet era un dios pagano, que no tenía nada que ver con ellos pero sí podía evocarles la idea de que sólo un dios podía salvarlos y con ello una llamada a la invocación y la súplica, a la oración, una vuelta y un reconocimiento al Dios de su padre Abraham, a su Dios, a la plegaria del salmista “nuestro dios es un Dios. El Señor Dios nos hace escapar de la muerte”. Sal 67
En el fragmento de hoy se evoca aquel suceso de la historia de Israel. La serpiente sobre el asta prefigura la Cruz alzada sobre el monte Calvario. Nuestro Dios es el Dios que salva. Es nuestra salvación.
¿Salvarnos de qué?
El antónimo de «salvación» es «perdición», «condenación» y así lo interpretamos. La Cruz nos salva del pecado, de la perdición, de la condenación. Pero no podemos quedarnos ahí. Hay otra clave de interpretación más en positivo. La Cruz nos hace rebosar de Gracia. Disfrutar de la bondad, la misericordia y el amor. «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo».
«Entregó a su propio Hijo.» Es misterio de nuestra fe. Misterio y por tanto incomprensible y un tanto inadmisible si pensamos que lo entregó a la muerte. Nos resulta más plausible si pensamos que nos lo entregó a los hombres como Maestro, como ejemplo, como Camino, Verdad y Vida, y que los hombres, haciendo un mal uso de nuestra libertad lo matamos. La crucifixión de Jesús como consecuencia de la generosidad infinita de un Padre que, como aquel de la parábola, pensó «han matado a los profetas pero al menos a mi hijo lo respetarán». Fuimos los hombres quienes frustramos la confianza que el Creador puso en sus criaturas. El Padre Dios y Jesús, su Hijo amado, nos redimieron por Amor y la sangrienta muerte una consecuencia. Una consecuencia derivada de aquello «la luz vino al mundo y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas», su modo habitual de ser era malo y se opuso a Aquel que es bondad, que es amor, que es luz. Las malas actitudes quedan a resguardo envueltas de oscuridad. El mal es irreconciliable con la luz porque ésta lo pone de manifiesto, por eso murió Jesús, por eso lo matamos.
No se trata de actos sino de ser y de raíz. Ese mal radical sólo tiene cura naciendo de nuevo. Es lo que Jesús propuso a Nicodemo pero que Nicodemo no entendió. Es preciso nacer de agua y del Espíritu, es preciso que la tiniebla acoja la Luz.
Y la luz es Jesús a quien el Padre mandó al mundo, no para juzgarnos, no para condenarnos, sino para darnos vida nueva y eterna y al calificarla de «eterna» no podemos derivarla tan sólo a un más allá ilimitado en el tiempo. Lo eterno no se circunscribe a un porvenir, involucra también al pasado y al hoy.
La eternidad ha comenzado. Lo eterno está siendo ya. Jesús vino, está aquí, para darnos plenitud de vida. Una vida que comprende la que aquí y ahora estamos viviendo pero que para gozarla es preciso ser conscientes, es preciso creer, es decir, confiar y adherirse a Aquel que nos ha sido enviado. Es preciso alzar la vista y mirar al Crucificado. En Él demostró Dios su amor al mundo, no a unos pocos, sino al mundo, a todos. Jesús es el regalo de Dios a los hombres. El juicio está hecho. La sentencia está dictada: Dios salva. Pero las tinieblas han de querer acoger la luz. En eso consiste la salvación, en acercarnos a la luz. No se trata de quedar como espectadores, ni tan siquiera de meros receptores de la Gracia, hay que poner alma, vida y corazón, es preciso nacer de nuevo.
Sor Áurea Sanjuán, op