Los amigos de Jesús son duros de cerviz. Una vez más tiene que corregir su afán de superioridad.

Ocurría entonces y ocurre ahora. También a nosotros nos encanta sobresalir. Es bueno superarse y anhelar ser gigante. Lo malo está cuando no es tanto nuestra medida lo que cuenta como la del otro que ha de quedar por debajo. Crecer cuesta esfuerzo, mejor que el otro disminuya. Lo que importa es que yo quede por encima y que nadie, que no sea de los míos, acceda a mi terreno del cual soy soberano. Es cosa de nuestro subconsciente como lo fue el de Juan.

Juan, el piadoso y tierno Juan, tiene su genio, su “carácter”, dirán algunos, pero otros descubrirán sus “malas pulgas”.

En otra ocasión, él con su hermano Santiago, eran los hijos del Zebedeo, quisieron hace llover fuego sobre una aldea que no los quiso recibir.

Hoy se nos presenta ufano y envalentonado porque ha impedido a uno, “que no era de los nuestros”, expulsar el demonio que esclavizaba a un pobre hombre.

Pero vamos a ver Juan, le diría Jesús, ¿qué es lo importante, que seas tú quien expulsa al diablo o que ese pobre enfermo recobre la salud?

Lo importante es el bien que recibe quien lo necesita y no aquel que se lo da. Por lo tanto “¡no se lo impidáis!”, lo que es bueno, lo es venga de quien venga.

El cristianismo y sus instituciones no gozan del privilegio de la exclusividad.

La buena noticia es para todos y de ella nadie es excluido. Cualquiera puede ser “de los nuestros” y lo será siempre que practique el bien, que acoja y ayude a los otros. Explícitamente nos lo dice Jesús en la parábola del juicio final, respondiendo al asombro de aquellos a quienes llamó “benditos de mi Padre”:

-“Señor ¿cuándo te vimos hambriento, enfermo o encarcelado?”

–“Cuando socorristeis a uno de esos necesitados, a mí me socorristeis”.

Estos  “desconocidos” no inscritos en el censo de los seguidores de Jesús, son acogidos y felicitados,  mientras que los que se tienen por justos y cumplidores son rechazados porque replegados sobre sí mismos, pendientes únicamente de su propio ombligo, no dejan  ver su rostro y así han de escuchar el terrible: “¡no os conozco!”. Cuando excluimos, cuando rechazamos o simplemente cuando ignoramos, somos nosotros mismos quienes nos autoexcluimos del grupo de Jesús.

El resto del fragmento de hoy es una colección de aforismos y metáforas puesta en boca de Jesús y que en conjunto nos habla de la radicalidad de la opción por el Reino, una radicalidad siempre a favor y en defensa del ser humano.

El cristiano ha de ser fermento de unidad y de amor, nunca de exclusión, de hostilidad y discordia. No es el nuestro un círculo cerrado sino abierto y universal, capaz de abrazar a todos, sólo una condición, la voluntad de hacer el bien.

Sor Áurea Sanjuán, op

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