Estamos en el tiempo litúrgico de Adviento y la protagonista es María, la madre de Jesús. Siendo la madre de Jesús sabemos poco de ella y es que, en aquella sociedad, la mujer no contaba y por lo mismo, de ella muy poco nos contaron.
Ese saber poco ha dado alas a la imaginación y también a la devoción. Ni en nuestra mente ni en nuestro corazón caben tal oscuridad y tal vacío sobre María, por lo que a través de los siglos los hemos ido iluminando y llenando con atributos propios de una diosa, pero nacidos de la admiración y el amor hacia aquella de la que decimos es madre de Dios.
Y lo decimos de una mujer sencilla de pueblo, de ese pueblo del que se cuestionaba: “¿Puede salir algo bueno de Nazaret?” Y es que, al igual que Jesús, no hizo alarde de su categoría pasando como una de tantas.
Y como una de tantas mujeres de aquel entonces, se encargaría del hijo hasta que éste cumpliera los once o los doce años. Antes de esa edad el padre se desentendía, pues los niños no valían y tampoco contaban, pero ya mozalbete el padre tomaba el relevo en cuanto a su educación. A él correspondía transmitir las tradiciones familiares, sociales y también las religiosas.
Según estas costumbres podemos aventurar que Jesús pasó su primera infancia cogido al delantal de su madre y que ella le enseñó las primeras oraciones y modeló sus primeros sentimientos, inculcando en él la bondad, la solidaridad y esa empatía universal que le otorgaba la libertad de amar a todos fuesen o no hijos de Abraham, y que ya adulto le valió el mote de “amigo de publicanos y pecadores” y el más sacrílego de “comilón y bebedor”.
No imaginemos, de María sabemos poco, pero lo poco que sabemos es más que suficiente para erigirla en maestra y modelo para nuestro vivir cristiano.
Sabemos, nos lo recuerda el evangelio de hoy, que en cuanto supo que Isabel la necesitaba, se levantó y marchó a toda prisa, a la montaña. Su disponibilidad y su servicio no se frenaron con su aceptación al anuncio del ángel. Sabemos que acudió a un banquete de bodas y que al faltar el vino salvó del apuro a los novios instando a su hijo con aquella orden dirigida a los sirvientes y en ellos a todos nosotros como un programa de vida: “HACED LO QUE ÉL OS DIGA” y sabemos que todo aquello que guardaba en su corazón, culminó con su presencia al pie de la cruz.
Poco más sabemos, pero conocer su fidelidad, su servicio incondicional, su resistencia y fortaleza ante el hijo ajusticiado como si de un malhechor se tratara y sobre todo ver su índice señalando a Jesús y escuchar de ella: él es el Camino, él es la Verdad, él es la Vida. Yo también soy camino pero no meta, si venís a mí ha de ser para pasar y llegar hasta Él, no podéis deteneros. Atravesad los valles y subid las montañas, superad inercias y dificultades. Acudid allá donde un acercamiento o un servicio vuestro pueda suscitar paz y alegría. Es alegría que deberíais llevar siempre a flor de piel, sabiendo y reconociendo conmigo que “el Señor ha hecho grandes cosas por nosotros”.
“Haced lo que Él os diga” y un día escucharéis como yo, pero no por boca de algún pariente o amigo, sino de mi propio Hijo, Jesús: “Dichosa, dichoso tú, porque has creído”.
Sor Áurea Sanjuán, op