Tomás es uno de los nuestros. Uno de esta proliferante especie que parodiando un conocido slogan publicitario se ufana exclamando: “yo no soy tonto”. Tomás no es tonto nosotros, los descreídos tampoco. “Hay que ver para creer” hay que tocar las heridas y meter la mano en la llaga de su costado para reconocerle resucitado. No, no somos tontos, tampoco culpables, somos victimas del ambiente y de la cultura pero también quizá de una deficiente catequización. Lo reconoce el concilio Vaticano II:
“…Por lo cual, en esta génesis del ateísmo pueden tener parte no pequeña los propios creyentes, en cuanto que, con el descuido de la educación religiosa, o con la exposición inadecuada de la doctrina, o incluso con los defectos de su vida religiosa, moral y social, han velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión.” (Gaudium Et spes, 19)
En cuanto a nosotros, los creyentes de a pie, nos atañe, más que la exposición doctrinal el testimonio de vida. Un testigo convencido contagia. Es lo que le pasó a Tomás. defraudado quiso aparcar esa etapa en la que con tanta ilusión siguió al Maestro. Se apartó del grupo por eso cuando llegó Jesús estando las puertas cerradas, él no estaba y en su ceguera no aceptaba el relato de sus compañeros. No era tan tonto como para creer que un crucificado, muerto y sepultado seguía lleno de vida. Pero la alegría y el convencimiento de quienes habían sido testigos y se sentían animados por el Espíritu doblegó su tozudez y contagiado recuperó su espacio en la Comunidad. Allí en la comunidad lo sorprendió Jesús. Sí, era verdad. Ha resucitado el Señor. Cayendo de rodillas confesó su fe. “Señor mío y Dios mío”
Y escuchó del propio Jesús un cariñoso reproche seguido de la bienaventuranza dirigida a todos nosotros: Tomás porque has visto has creído. Dichosos los que crean sin haber visto.
Sor Áurea