Las épocas cambian incluso las más conservadoras. Hubo un tiempo en que el reír se calificaba como algo peyorativo, falta de seriedad, impropio de un cristiano hasta el punto de que hubo quien como una alabanza a Jesús lo calificó como «el hombre que nunca río». Algo que desmienten los propios evangelios ya que resulta imposible imaginárselo hierático en medio de las bodas y banquetes en las que participaba, y que le supuso la acusación de «comedor» y «bebedor».
Precisamente el Evangelio de hoy es una invitación a la alegría y al amor, los dos ingredientes para algo que todos buscamos, la felicidad.
Anhelamos la felicidad y la buscamos por diferentes caminos según la concepción que tengamos de ella. A veces nos perdemos por el camino porque pensamos en una felicidad que sólo sería posible a quien ignorando la realidad viviese, como suele decirse, sobre las nubes.
Jesús nos da la receta eficaz, la alegría y el amor auténticos, no sucedáneos. El amor autentico está libre de egoísmo ya que es capaz de dar la propia vida y su consecuencia es la auténtica alegría que no se confunde con el bullicio y la algazara que aturden.
En este discurso de Jesús en el que se respira un ambiente de confidencialidad a la vez que de despedida Jesús nos incita a algo tan humano como la amistad, la amistad con Él y entre nosotros. nos llama amigos pero con un condicional. «Seréis mis amigos si hacéis lo que os mando» ¿Y qué nos ordena?
«Esto os mando, que os améis unos a otros COMO yo os he amado»
Obedeciendo sus mandamientos permaneceremos en su amor, participaremos de su alegría y la nuestra llegará a su plenitud.
Quedémonos con la última voluntad de Jesús, con su testamento.
«Que os améis unos a otros como yo os he amado»