A fray Gerard Francisco Timoner, O.P.
Maestro General de la Orden de Predicadores

Praedicator Gratiae: entre los títulos atribuidos a santo Domingo, el de “Predicador de la Gracia” se destaca por su consonancia con el carisma y la misión de la Orden que fundó. En este año en que se cumple el octavo centenario de la muerte de santo Domingo, me uno con alegría a los Frailes Predicadores para dar gracias por la fecundidad espiritual de ese carisma y esa misión, que se manifiesta en la rica variedad de la familia dominicana a lo largo de los siglos. Mis saludos, mi oración y mis mejores deseos se dirigen a todos los miembros de esa gran familia, que abarca la vida contemplativa y la obra apostólica de sus monjas y hermanas religiosas, sus fraternidades sacerdotales y laicales, sus institutos seculares y sus movimientos juveniles.

En la Exhortación Apostólica Gaudete et Exsultate expresé mi convicción de que “cada santo es una misión; es un proyecto del Padre para reflejar y encarnar, en un momento determinado de la historia, un aspecto del Evangelio” (n. 19). Domingo respondió a la necesidad urgente de su tiempo no sólo de una predicación renovada y vibrante del Evangelio, sino también, e igualmente importante, de un testimonio convincente de su llamado a la santidad en la comunión viva de la Iglesia. En el espíritu de toda verdadera reforma, buscó un retorno a la pobreza y la sencillez de la primera comunidad cristiana, reunida en torno a los Apóstoles y fiel a sus enseñanzas (cf. Hch 2,42). Al mismo tiempo, su celo por la salvación de las almas lo llevó a formar un cuerpo de predicadores comprometidos, cuyo amor por la sagrada página y cuya integridad de vida pudieran iluminar las mentes y encender los corazones con la verdad vivificante de la palabra divina.

En nuestro tiempo, caracterizado por cambios epocales y nuevos desafíos a la misión evangelizadora de la Iglesia, Domingo puede servir como inspiración a todos los bautizados, que están llamados, como discípulos misioneros, a llegar a todas las “periferias” de nuestro mundo con la luz del Evangelio y el amor misericordioso de Cristo. Al hablar de la perenne actualidad de la visión y el carisma de santo Domingo, el Papa Benedicto XVI nos recordó que “en el corazón de la Iglesia debe arder siempre un fuego misionero” (Audiencia del 3 de febrero de 2010).

La gran vocación de Domingo fue predicar el Evangelio del amor misericordioso de Dios en toda su verdad salvadora y su poder redentor. Como estudiante en Palencia, llegó a apreciar la inseparabilidad de la fe y la caridad, la verdad y el amor, la integridad y la compasión. Como nos cuenta el beato Jordán de Sajonia, conmovido por el gran número de personas que sufrían y
morían durante una grave hambruna, Domingo vendió sus preciosos libros y, con una bondad ejemplar, estableció un centro de limosnas donde los pobres podían ser alimentados (Libellus, 10). Su testimonio de la misericordia de Cristo y su deseo de llevar su bálsamo de curación a aquellos que experimentaban la pobreza material y espiritual había de inspirar la fundación de su Orden y dar forma a la vida y el apostolado de incontables dominicos en diversos tiempos y lugares. La unidad de la verdad y la caridad encontró quizás su más bella expresión en la escuela dominicana de Salamanca, y particularmente en el trabajo de fray Francisco de Vitoria, quien propuso un marco de derecho internacional basado en los derechos humanos universales. Esto, a su vez, proporcionó el fundamento filosófico y teológico para los heroicos esfuerzos de los frailes Antonio Montesinos y Bartolomé de Las Casas en las Américas, y Domingo de Salazar en Asia, para defender la dignidad y los derechos de los pueblos nativos.

El mensaje evangélico de nuestra inalienable dignidad humana como hijos de Dios y miembros de la única familia humana desafía a la Iglesia en nuestros días a fortalecer los lazos de amistad social, a superar las estructuras económicas y políticas injustas, y a trabajar por el desarrollo integral de cada persona y de cada pueblo. Fieles a la voluntad del Señor, e impulsados por el Espíritu Santo, los seguidores de Cristo están llamados a cooperar en todos los esfuerzos para “parir un mundo nuevo, donde todos seamos hermanos, donde haya lugar para cada descartado de nuestras
sociedades, donde resplandezcan la justicia y la paz” (Fratelli Tutti, 278). ¡Que la Orden de Predicadores, ahora como entonces, esté en la vanguardia de un anuncio renovado del Evangelio, que pueda hablar al corazón de los hombres y mujeres de nuestro tiempo y despertar en ellos la sed de la venida del reino de santidad, justicia y paz de Cristo!

El celo de santo Domingo por el Evangelio y su deseo de una vida genuinamente apostólica lo llevaron a destacar la importancia de la vida en común. Nuevamente, el beato Jordán de Sajonia nos dice que, al fundar su Orden, Domingo eligió significativamente “ser llamado, no subprior, sino hermano Domingo” (Libellus, 21). Este ideal de fraternidad debía encontrar su expresión en una forma inclusiva de gobierno, en la que todos participaban en el proceso de discernimiento y toma de decisiones de acuerdo con sus respectivos roles y autoridad, a través del sistema de capítulos a todos los niveles. Este proceso “sinodal” permitió a la Orden adaptar su vida y su misión a los cambiantes contextos históricos, manteniendo la comunión fraterna. El testimonio de la fraternidad evangélica, como testimonio profético del plan último de Dios en Cristo para la reconciliación y la unidad de toda la familia humana, sigue siendo un elemento fundamental del carisma  dominicano y un pilar del esfuerzo de la Orden por promover la renovación de la vida cristiana y la difusión del Evangelio en nuestro tiempo.

Junto con san Francisco de Asís, Domingo comprendió que la proclamación del Evangelio, verbis et exemplo, implicaba la edificación de toda la comunidad eclesial en la unidad fraterna y el discipulado misionero. El carisma dominicano de la predicación se desbordó pronto en la constitución de las diversas ramas de la gran familia dominicana, abarcando todos los estados de vida en la Iglesia. En los siglos siguientes, encontró una expresión elocuente en los escritos de santa Catalina de Siena, las pinturas del beato fra Angelico y las obras de caridad de santa Rosa de Lima, el beato Juan Macías y santa Margarita de Castello. También en nuestro tiempo sigue inspirando el trabajo de artistas, estudiosos, profesores y comunicadores. En este año del aniversario, no podemos dejar de recordar a aquellos miembros de la familia dominicana cuyo martirio fue en sí mismo una poderosa forma de predicación. O a los innumerables hombres y mujeres que, imitando la sencillez y compasión de san Martín de Porres, han llevado la alegría del Evangelio a las periferias de las sociedades y de nuestro mundo. Pienso en particular en el testimonio silencioso de muchos miles de terciarios dominicanos y miembros del Movimiento Juvenil Dominicano, que reflejan el papel importante e incluso indispensable de los laicos en la obra de la
evangelización.

En el Jubileo del nacimiento de santo Domingo a la vida eterna, querría expresar de manera especial mi gratitud a los Frailes Predicadores por la destacada contribución que han realizado a la predicación del Evangelio a través de la profundización teológica de los misterios de la fe. Al enviar a los primeros frailes a las nacientes universidades de Europa, Domingo reconoció
la importancia vital de proporcionar a los futuros predicadores una sólida formación teológica basada en la sagrada Escritura, respetuosa con las cuestiones planteadas por la razón, y preparada para entablar un diálogo disciplinado y respetuoso al servicio de la revelación de Dios en Cristo. El apostolado intelectual de la Orden, sus numerosas escuelas e institutos de
enseñanza superior, su cultivo de las ciencias sagradas y su presencia en el mundo de la cultura han estimulado el encuentro entre la fe y la razón, han alimentado la vitalidad de la fe cristiana y han hecho avanzar la misión de la Iglesia de atraer las mentes y los corazones hacia Cristo. También en este sentido, no puedo sino renovar mi gratitud por la historia de servicio de la
Orden a la Sede Apostólica, que se remonta al propio Domingo.

Durante mi visita a Bolonia hace cinco años, tuve la bendición de permanecer unos momentos en oración ante la tumba de santo Domingo. Recé de manera especial por la Orden de Predicadores, implorando para sus miembros la gracia de la perseverancia en la fidelidad a su carisma fundacional y a la espléndida tradición de la que son herederos. Al agradecer al santo todo el bien que sus hijos e hijas realizan en la Iglesia, pedí, como don particular, un aumento considerable de las vocaciones sacerdotales y religiosas.

Que la celebración del Año Jubilar derrame abundantes gracias sobre  los Frailes Predicadores y toda la familia dominicana, y dé paso a una nueva primavera del Evangelio. Con gran afecto, encomiendo a todos los que participen en las celebraciones del Jubileo a la amorosa intercesión de Nuestra Señora del Rosario y de su patriarca santo Domingo, y les imparto cordialmente mi bendición apostólica como prenda de sabiduría, alegría y paz en el Señor.

FRANCISCO

Roma, desde San Juan de Letrán, 24 de mayo de 2021

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