ES NUESTRO VIVIR EL QUE HA DE GRITAR QUE
¡¡RESUCITÓ!!
A lo largo de la historia son muchos los gritos de esperanza y salvación que ha escuchado la humanidad y que más o menos duraderos, se han ido extinguiendo, pero entre todos hay uno que perdura es aquel que estalló el primer domingo de nuestra era y fue pronunciado por una mujer. En aquella sociedad el testimonio femenino carecía de valor. Es lo que percibimos en la expresión un tanto despectiva de aquellos descreídos y frustrados muchachos de Emús: «Es verdad que algunas mujeres que están con nosotros nos han desconcertado diciendo que se les había aparecido unos ángeles, asegurándoles que él está vivo…Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y encontraron todo como las mujeres habían dicho. Pero a él no lo vieron»
Pese a los prejuicios y la despectiva valoración, María Magdalena fue la primera en anunciar el gran misterio de nuestra fe.
¿Qué sintió y qué expresó y con qué poder de convicción, aquella mujer, que dio pie al encantador relato que nos transmite el evangelio de hoy?
No fue una expresión alocada, superficial y fantasiosa como, en aquel entonces, cabía esperar de una mujer y enamorada por más señas. Fue un poderoso «¡resucitó!» precedido de un titubeo, una duda y un miedo: “Se han llevado a mi señor y no sé donde lo han puesto”
Al escucharla Pedro y Juan echaron a correr, Juan como más joven llegó, pero «no entró» ¿Lo paralizó el miedo? Enseguida, jadeante llegó Pedro y él sí no dudó en precipitarse hacia el interior. Encontraron los signos de la mortaja «pero a Él no lo vieron “el sepulcro ¡estaba vacío.! Un sepulcro vacío no es prueba contundente, los sentimientos, la experiencia religiosa y sobre todo el cambio de vida, la entrega generosa, la preocupación por el otro, la capacidad de arrostrar peligros por defender la propia convicción, la necesidad de mostrarla y ofrecerla a los demás eso sí que interpela.
“No sé dónde lo han puesto, no sé dónde está” «pero a Él no lo vieron» ¿no sigue siendo la inquietud que aun hoy, especialmente hoy, nos aturde y que intentamos despejar con una rotunda afirmación de fe?
Hoy es lo que más necesitamos una explicación coherente y adulta y un Cristo vivo. Vivo en nosotros los creyentes. Que nuestra manera de vivir, de actuar, de relacionarnos y de solidarizar evidencie que “nos lo creemos” aunque en nuestra fe vaya incluida aquella desazón de María Magdalena: «no sé dónde está, no sé dónde lo han puesto” y la perplejidad de Pedro y Juan «pero a él no lo vieron»
Es nuestro vivir el que ha de mostrar y gritar que ¡resucitó!
Sor Áurea