DEL COMPARTIR SURGE EL MILAGRO
Jesús ha buscado un lugar tranquilo donde retirarse con sus discípulos, quiere escuchar su entusiasmo ya que regresan eufóricos de la misión. quiere enseñarles las cosas del Reino y quiere que descansen un poco, pero el plan queda frustrado por la sagacidad del gentío que ha encontrado en Jesús el filón que cura sus males, el consuelo y el sentido por el que vivir. Le escuchan embelesados cinco mil hombres, a los que habría que sumar aquellos que no cuentan, las mujeres con su cortejo de niños agarrados y tirando de sus faldas. La exageración es evidente, pero quiere dar a entender que todos, hombres y mujeres, aunque a estas no se las cuente, buscan a Jesús, buscan su consuelo, buscan ser curados, que sus ojos vean la luz, que su piel quede limpia y que sus piernas vuelvan a brincar. Buscan salvación, buscan una vida mejor. El tiempo pasa y las horas ya son intempestivas, están lejos de los poblados y la gente ya debe de estar hambrienta y cansada. Surgen, como en todo, diversidad de opiniones. Despedirlos ya y que regresen a su casa. Que vayan a los poblados más cercanos y se compren algo para comer, en definitiva, que cada cual se las apañe. Son soluciones que delatan la mentalidad individualista del “sálvese quien pueda”, la falta de empatía y el egoísmo. También la sensación de impotencia que se resuelve con ese “lavarse las manos” o el “mirar para otro lado”.
En medio de tan insolidarias propuestas de solución, se levanta la voz de Jesús con un rotundo imperativo:
“Dadles vosotros de comer” -Lucas 9,13
Ahora el lío es monumental, “¿Estás loco?”. “Ni con doscientos denarios tendríamos para comprar un pedazo de pan para cada uno”. En medio de todos estos aspavientos resonó la voz tímida, pero resuelta, de aquel muchacho: “Yo tengo cinco panes y dos peces”. La Palabra de Jesús había encontrado eco en su corazón y movido a poner a disposición de todos, todo lo que tenía, su propia vianda. Su generoso gesto provocó una desabrida respuesta:
“¿Qué es eso para tanta gente? Pero Jesús, valorando aquella pequeña aportación y posiblemente la de otros que, estimulados por aquel ejemplo, pondrían a disposición de todas las escasas provisiones que llevaban consigo, ordenó a la gente sentarse y a sus discípulos distribuir a cada uno cuanto quisiese de pan y pescado.
Y ocurrió el milagro del compartir. Comieron todos y todas, se saciaron y sobró.
No son los poderosos ni la administración, son los hombres y mujeres de buena voluntad, los que no se retraen de vivir un poco peor para que otros sobrevivan mejor. estos son los que provocan el milagro.
Sor Áurea Sanjuán, OP