El muchacho está acostumbrado a obedecer. Es impensable responder negativamente a una orden de su padre. Nunca había pronunciado un no, por eso responde precipitadamente, sin pensar ni evaluar la posibilidad o el coste del encargo. Por otra parte, la autoridad del padre le impone y no es capaz de enfrentarse abiertamente con un «no voy», con un «no quiero» o «no puedo ir». Es débil de carácter. Dice sí, un sí que guarda las apariencias de chico fiel y cumplidor, pero su sí es un no.
En cambio, su hermano está ya harto de obedecer, de tener que acatar lo que otros quieren y no poder decidir él mismo, además la viña no necesita tanto cuidado y decide plantar cara a las manías de su padre. ¿Su padre? Pobre hombre, es ya anciano y no puede prodigar los cuidados que en su ilusión requiere su campo. ¿Qué me cuesta a mí darle gusto? Además, puede que tenga razón, con buenos cuidados la cosecha será mejor.
Había dicho no, pero recapacita y va. Su no, es sí.
Aquí está la cuestión. No juzguemos a la ligera ni la actitud de uno, ni la del otro.
Los exegetas, como la parábola se dirigen a los jefes religiosos y acaba con el sorprendente “los publicanos y las prostitutas os precederán en el Reino”, la enfocan como una oposición a algunas actitudes fundamentalistas de la religión oficial. Ciertamente no sólo aquí, sino que también a lo largo del Evangelio y de toda la Escritura, son muchos los pasajes en este sentido. Nuestro Dios no quiere un culto de apariencia, un culto en el que prive la alabanza por encima de la bondad y el bien hacer con el prójimo. No quiere sacrificios, ni holocaustos ni hermosos cantos, si no van acompañados del amor, la misericordia y el respeto hacia quien tenemos a nuestro lado. Un culto así lo abomina.
Pero quedarnos en estas valoraciones de la Escritura hacia una religiosidad oficial rutinaria, de apariencia y sin corazón, puede ser una manera de «echar balones fuera», esquivando nuestra propia responsabilidad. Debemos preguntarnos más bien ¿Qué quiere decirme a mí esta parábola? Con ella Jesús provoca a los jerarcas, pero también a cada uno de nosotros. Si a los publicanos y las prostitutas, casos extremos en aquella sociedad de infamia y descrédito, los coloca por delante en su Reino, es porque quiere enfatizar la importancia que da al corazón por encima de las apariencias. Aquellos que cuanto menos minusvaloramos y hasta tal vez desdeñamos, son gente que con su manera de vivir están diciendo no, pero quizá su espíritu necesitado de misericordia y perdón está reclamando la ternura de Dios, está diciendo sí. Su no es un auténtico sí, por ello Aquel que escruta las entrañas y no las apariencias les reserva el más valioso «Ven, bendito de mi Padre».
En cambio, nosotros, los bien pensantes, los buenos, los privilegiados desde la primera hora, habituados a los raudales de Gracia, quizá nos deslizamos hacia la monotonía y la rutina. Quizá nuestro sí, el cotidiano y acostumbrado sí, va resultando un no.
Los dos hermanos son demandantes de la misericordia, la bondad y el amor de Dios. Recordemos lo que en otro lugar afirmó el Señor: «Amó más, aquel a quien más se le perdonó». Tendemos a pensar que tuvieron más necesidad de perdón el «publicano» y la «prostituta», la «gente» sin fe, indiferente y hostil a lo religioso.
Uno de los hermanos del relato recapacitó. Recapacitemos nosotros. ¿Cuándo mi sí, es un no?
Sor Áurea Sanjuán, op