¿A QUIÉN ESCUCHAR?

Entre los discípulos de Jesús destacaba por su ardor y vehemencia Pedro, que esperaba un Salvador guerrero y triunfador, y por su ambición los hermanos Santiago y Juan que ansiaban un Reino en el que ellos pudieran ser primeros ministros. Los tres seguían a Jesús porque veían en él un algo que les cautivaba. ¿Y si fuera el ansiado Mesías? Por otra parte tenían sus dudas y un tanto de frustración porque su apariencia era la de un hombre corriente y su actitud mansa, humilde y misericordiosa. No eran precisamente las propias de un aguerrido batallador.

Curiosamente estos tres fueron los amigos predilectos de Jesús. Sus confidentes. Esta vez se los llevó con Él a la montaña donde solía subir a orar.

Allí fueron testigos de algo extraordinario. Moisés y Elías conversando con Jesús. Jesús con el rostro resplandeciente y «sus vestidos se habían vuelto tan brillantes, deslumbrantes y blancos como ningún batanero sería capaz de blanquear» precisará el evangelista Marcos.

Nunca habían vivido una experiencia tan maravillosa. Estaban saboreando la cercanía de Dios.

“¡Que bien se está aquí! Maestro, si quieres haré tres chozas…» Era el intrépido Pedro quien rompía el silencio.

Pero de pronto la magia se desvaneció. Pedro, Santiago y Juan cayeron de bruces rodando por el suelo, llenos de espanto. Estaban aterrados.

Sintieron que una extraña nube los cubría con su sombra y oyeron el estruendo de una voz:

«Este es mi Hijo amado. ¡Escuchadlo!»

¿Escuchar a quién? Todo el extraño fenómeno había desaparecido. Todo volvía a ser como antes. El monte y Jesús, ese hombre normal y corriente pero que ahora les aterraba.

Entonces Jesús, quizá con un punto de ironía ante aquellos intrépidos y bravucones muchachos que ahora postrados en el suelo no osaban levantar la mirada, «se acercó y tocándolos les dijo:

«Levantaos, no tengáis miedo».

Esta actitud mansa, humilde, misericordiosa y llena de ternura, los volvió a cautivar.

“Alzaron por fin los ojos y no vieron a nadie más que a Jesús solo».

Sí, era Jesús, ese hombre corriente, el amado del Padre, a Él tenían que escuchar».

Esta catequesis que nos ofrecen los tres evangelistas sinópticos Mateo, Marcos y Lucas, está llena de sugerentes temas de reflexión.

Necesitamos tiempos de oración. Una oración en la que pese a nuestro cansancio y somnolencia, al igual que Pedro, Santiago y Juan intentemos permanecer despiertos, quizá como les pasó a ellos nos sorprenda la paz y el bienestar de una experiencia de Dios. Pero no podemos quedarnos allí, no podemos montar la tienda del Tabor, hay que bajar, eso sí con las pilas cargadas, acompañados por Jesús y escuchando sus instrucciones. Él es el único Maestro. A Él sólo tenemos que escuchar.

Sor Áurea Sanjuán, op

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