Pedro, Santiago y Juan acompañan a Jesús. Así lo ha querido el Maestro. Lejos del ruido, del mundanal ruido, se sumergen en oración. Aunque Pedro, Santiago y Juan están cansados, o aburridos o sin motivación interna y se adormecen.
Les ha gustado ser elegidos, les ha gustado suscitar alguna celotipia entre los amigos, pero este estímulo no ha sido suficiente para mantenerlos despiertos. No acaban de entender a Jesús. ¿No es suficiente la larga retahíla de rezos que les impone la Torá?
Jesús, su Maestro “reza” menos que los jefes religiosos y no lo hace en la plaza, como los fariseos, pero se pasa horas y horas callado, con los ojos cerrados escuchando dice- a su Padre. ¿No es una inútil pérdida de tiempo? No lo entienden pero las cosas y las acciones de Jesús les interpelan y cautivan, por eso alguna vez le piden: “Enséñanos a orar”.
De pronto algo los saca de su letargo y sacude su modorra. ¡Allí está Jesús resplandeciente de luz y también Moisés y Elías hablando con Él! Dicen cosas extrañas. Hablan de muerte, de Cruz, de Redención. Y como “Dios lo da a sus amigos mientras duermen” —según el salmo—los tres discípulos saborean y experimentan la dulzura y la paz de una oración en el silencio y la soledad de la montaña.
A Pedro le gusta. No le importa la incomodidad y la aspereza del suelo y la molestia de la intemperie. “¡Qué bien se está aquí!” “Maestro haremos tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. Ninguna para él.
Pedro obnubilado por experiencia tan extraña “no sabe lo que dice”. Pero una voz más potente que la suya le tapa la boca: “Este es mi Hijo, el escogido, escuchadle”.
Y la magia se acabó. Calló la voz y Pedro y los otros dos se encontraron cara a cara con Jesús. Ese hombre que les fascina, pero al mismo tiempo es como uno de tantos, a ese han de escuchar y lo han de hacer desde la desnudez y la sequedad del corazón. Ya no hay nubes luminosas, ni profetas ni voz que alerta ni rostro resplandeciente. Sólo Jesús, como uno cualquiera, como un simple carpintero, ensalzado y a la vez vituperado y perseguido. Negros nubarrones se ciernen sobre Él. Ellos guardan silencio por el momento y no se atreven a contar nada de lo que han visto. Ofuscados y desorientados por una parte y por otra exultantes de gozo por la Gloria de la que han participado.
Jesús les hace bajar de la montaña. Hay que subir y reconfortarse en el Tabor, hay que cargar las pilas y llenarse de la energía y la experiencia de Dios, pero es preciso bajar, no hay que construir chozas para instalarse. Ya no vale la “fuga mundi”.
En el mundo hay demasiada oscuridad y necesita testigos de la Luz, pero un testigo para serlo ha de ser entendido por aquellos ante quienes se necesita testificar.
Son otros tiempos y no valen los signos que sirvieron. La soledad, el silencio, el apartamiento fueron signos comprendidos y valorados, hoy han de ser explicados y sublimados porque ya no significan por sí mismos. El silencio, la soledad el apartamiento hoy se entienden como sinónimo de desentendimiento de comodidad y egoísmo.
Hoy dar, compartir, un trozo de pan o un rato de escucha, significan generosidad, entrega y Vida. Y son precisamente los signos que el propio Jesús instituyó. “Me diste de comer, me visitaste…”
Como Jesús, hay que subir a la montaña para orar pero también como Él y con Él hay que bajar para abrir caminos a la Luz y a la Vida.
Sor Áurea Sanjuán, op