Jesús pierde los nervios. Y esto es algo que los evangelistas hubiesen querido ocultar porque conlleva un cierto desdoro para su Maestro. Sin embargo los cuatro lo cuentan, lo que induce a los exegetas a ver en ello una prueba de su historicidad. Sí, Jesús montó un numerito contra los cambistas y los mercaderes del templo. Podemos imaginar mesas y monedas rodando por el suelo y a los vendedores de palomas recogiéndolas a toda prisa. Es la escena que hemos visto en el cine, aunque de hecho no debió pasar de un pequeño alboroto, es impensable otra cosa en una concentración de unas diez mil personas y una guardia del templo más la romana, fuertemente pertrechadas y alerta para sofocar cualquier conato de sublevación durante la fiesta. Sea como fuese, el asunto es que vemos a Jesús enfadarse al igual que cualquiera de nosotros. ¿Igual que nosotros? Él se irrita porque “el celo por la casa de su Padre le consume”, porque la casa de oración ha sido convertida en cueva de ladrones. Nosotros ¿por qué? Aquí hay un punto de reflexión para nuestra vida práctica. Me enfado porque algo o alguien me molesta y rara vez por lo que yo pueda molestar o perjudicar a otro. Me enfada el que se me exija y no se valore lo que soy o lo que hago y no caigo en la cuenta de lo que yo exijo o minusvaloro en los demás. Serán nimiedades pero que nos alejan del ejemplo de Jesús preocupado porque la casa de su Padre ya no es casa de oración. Porque el cuidado por el rigorismo y la letra de la Ley convierta en piedra lo que debería ser un corazón de carne.
Cuando este evangelio se escribe ya ha sido derribado el templo, ya no queda piedra sobre piedra y ha nacido una nueva religión, la de Cristo, y con ella el peligro o la tentación a que toda religión es proclive, la rutina y la superficialidad y lo que es mucho peor, la de confundir la liturgia con el rito, la de primar unos rituales carentes de esa «adoración en espíritu y verdad» que indica Jesús a la samaritana y a lo que se refieren los profetas con sus diatribas contra un culto que brota de corazones inmisericordes con los hermanos, con aquellos que precisamente Jesús se identifica:
«Quita de mi vista la multitud de tus cantares, pues no escucharé las salmodias de tus instrumentos» (Amos 5,23)
“¿Qué es para Mí la abundancia de vuestros sacrificios? Dice el Señor.
Cansado estoy de holocaustos… No traigáis más vuestras vanas ofrendas,
el incienso me es abominación.
Cuando extendáis vuestras manos,
esconderé mis ojos de vosotros.
Sí, aunque multipliquéis las oraciones,
no os escucharé.
Lavaos, purificaos,
Quitad la maldad de vuestras obras de delante de mis ojos.
Cesad de hacer el mal (Cfr. Isaías 1,1-16)
Contra un culto así, reacciona Jesús. ¿Cómo lo haría hoy ante nuestras iglesias? No tendremos nuestras manos teñidas de sangre y de nuestro corazón brotan sentimientos de misericordia, compasión y generosidad, pero ¿no quedan «mercaderes» a los que expulsar? Basar nuestra religiosidad en el cumplimiento y la apariencia dotándola de una superficialidad incompatible con la auténtica y sincera alabanza. La rutina por la que nos ausentamos de aquello que pronuncian nuestros labios, la curiosidad que nos lleva a mirar, cuando no a criticar cómo rezan los demás.
Todos ellos vendedores que hacen de nuestros rezos esa «cueva de ladrones» contra la que Jesús se enfurece.
Estamos en tiempo de Cuaresma, tiempo propicio para la reflexión y la autocrítica. ¿Cuál y cómo es nuestro culto?
A Jesús no le importan las piedras. Pasó el tiempo en el que el templo material era el único hábitat de Dios. Ya no es aquí ni allí donde hay que adorar al Dios verdadero, al Dios de Jesús. Ahora es su propio Cuerpo, él mismo y con él todos nosotros, toda la humanidad. El Reino «dentro de vosotros está» y dentro de cada uno de vuestros hermanos. De cada corazón brotará esa Vida que es Jesús. «Destruid este templo y en tres días lo reconstruiré». ¿No sabéis que sois templo de Dios?
Sustituyamos las piedras de nuestros templos, la rutina, las negligencias, los egoísmos y las injusticias en esa plegaria que nos enseñó el propio Jesús. Dirijámonos al Padre común, santifiquemos su nombre y aceptemos conscientes y de buena gana su voluntad, deseemos y pidamos lo necesario para todos y cada día. Hagamos de nuestra casa una casa de oración.
Sor Áurea Sanjuán, op