«CUANDO VENGA ¿ENCONTRARÁ ESA FE EN LA TIERRA?»

Parece que la comparación no resulta precisamente correcta ni convincente. Un juez inicuo, prevaricador diríamos hoy, no es imagen apropiada para hablarnos del Padre Dios. Es preciso caer en la cuenta de que el Evangelista no pretende, en esta ocasión, hablar de Dios sino de nosotros. En esta parábola el protagonismo se lo lleva la viuda. En aquella época ser mujer y ser viuda era el prototipo de la indefensión y la precariedad más absolutas. Pese a ello esta viuda muestra y ejerce su tesón y empeño de mujer provocando el hartazgo del injusto juez que finalmente accederá a sus reivindicaciones no por hacer justicia sino para que le dejen en paz. Hay que repetir que en este relato la figura del juez no está simbolizando a nuestro Dios.  Nos está diciendo “si vosotros que sois malos dais cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre del cielo dará cosas buenas a quien se la pida!

La narración quiere hacernos comprender aquello del hombre importuno que con su machacona insistencia consigue doblegar la intransigencia del  amigo que no quiere molestarse, consiguiendo así el pan que necesita.

Ni el juez injusto ni el amigo comodón representan a Dios.

La parábola quiere resaltar el valor y la eficacia de la oración cuando se persevera en ella.  Es la actitud de esa mujer indefensa y necesitada que con su perseverante empeño acaba consiguiendo ser escuchada.

Pero cabe preguntarnos ¿tanto le cuesta a nuestro Dios escucharnos?

Así nos lo puede parece en momentos de angustia, cuando sentimos que nuestra oración, nuestra petición es como si chocara con un muro infranqueable. ¿No nos aturde aquello que han dado en llamar el «silencio de Dios?” Ante este «silencio» fácilmente decae nuestra confianza y se rompe nuestra perseverancia. Pedimos salud y enfermamos más, pedimos protección ante una crisis económica y se multiplican nuestras deudas. Pedimos «¡aumenta nuestra fe» y la sentimos flaquear ante el bombardeo de ideas y de ambientes hostiles a ella, ante la influencia de sugerentes «sabidurías», de pretendida ciencia que en un mal disimulado complejo de superioridad, menosprecian al creyente calificándolo de iluso o ignorante.    

¿Cómo no sucumbir ante la burla de quienes nos hostigan, como al salmista, con su irónico “¿Dónde está tu Dios?» Es la misma insidia de quienes crucificando al Señor se le mofan: «¡Si eres hijo de Dios, baja de la cruz!”

Pero precisamente esta es la fe que se nos pide.

Una Fe que es confianza y seguridad. Una fe que no cesa de orar sabiendo que el Padre Dios nos dará siempre aquello que es bueno para nosotros. Una Fe que se mantiene viva y confiada aun cuando las cosas, nuestras cosas, vayan mal, así lo expresa el cántico de Habacud,3,17:

«Aunque la higuera no echa yemas
y las viñas no tienen fruto,
aunque el olivo olvida su aceituna
y los campos no dan cosechas,
aunque se acaban las ovejas del redil,
y no quedan vacas en el establo,
18yo exultaré con el Señor,
me gloriaré en Dios mi salvador».

Orar, perseverar, confiar, esperar contra toda esperanza, es la Fe a la que se refiere ese  exabrupto o lamento con el que termina el Evangelio de hoy:

«Cuando venga el Hijo del Hombre ¿encontrará esa FE en la tierra?”

 

Sor Áurea San Juan

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