PARTIRSE Y REPARTIRSE

Pongámonos en la piel y el corazón de aquellos hombres y también de aquellas mujeres que siendo muchas no se las consideraba. Cinco mil hombres, “sin contar a las mujeres ni a los niños” habian comido del pan y de los peces del milagro. El milagro que los atrapó haciéndolos seguidores de aquel extraño profeta tan diferente de todos los otros pero que curaba a sus enfermos y a todos les daba de comer. Decía cosas muy raras que contradecían a todo lo que se oía en las plazas y en la sinagoga pero que les hacía soñar en un mundo, en una manera de vivir cautivadora, aunque inalcanzable, sólo apta para locos como el propio Maestro. Lo escuchaban con gusto, pero el discurso de hoy se pasaba de castaño oscuro.

¿comer su carne, beber su sangre?

“Es un modo de hablar inaceptable y duro ¿quién puede hacerle caso?”

Pongámonos en su piel, entendido como lo entendieron, de un modo literal y grotesco ¿Cuál otra podría ser su reacción?

¿Cuál es hoy la nuestra? El discurso que escandaliza a los judios hace referencia a la Eucaristía. Ese sacramento que nos conmociona pero que a fuerza de familiaridad y costumbre, resulta si no la falta de respeto sí la rutina y la superficialidad.

Olvidamos, o quizá ni siquiera hemos caído en la cuenta que Jesús al pedirnos  “Haced esto en memoria mía” lo hace después de haber partido y repartido ese pan que es su Cuerpo, su persona, y esa copa que contiene su Sangre,  su Vida. Jesús no se limita a legar al sacerdote una fórmula sagrada. Jesús nos hace herederos de unas palabras, pero también de unos gestos de entrega y oblación que no podemos obviar. “Tomando el pan lo partió y lo repartió. Tomando la copa dio a todos de beber.  “Haced esto en me memoria mía”.

No se trata de sólo decir o repetir palabras, aunque sagradas sino de hacer lo que Él hizo, partirse y repartirse, dejarse comer.

Hoy no nos escandalizamos porque no tomamos en serio la parte de la entrega, de nuestra entrega, que nos corresponde.  Aquella gente sin saber exactamente qué significaban las palabras de Jesús sí intuyeron que aquel atrevido anuncio, aquella sorprendente propuesta les iba a cambiar la vida tanto si eran propuestas   de un verdadero profeta como si resultaban ser la estafa de un loco. No sabiendo a qué atenerse, murmuraban entre ellos. La murmuración subiendo de tono se extendió como el aceite en una balsa de agua. A la sorpresa siguió la crítica el escándalo y el abandono.

“Jesús -podría ser su oración y la nuestra- nos has encandilado, pero esto de ahora es inadmisible. Queremos tu Gracia, tus milagros, te reconocemos como enviado, más aún como hijo de Dios, pero no estamos dispuestos a partirnos y repartirnos, a dejarnos comer por los hermanos, por cualquiera de ellos. Eso no lo soportamos”.

Jesús que escruta los corazones adivina que lo critican y se lamenta: “¿Esto os hace vacilar? ¿Os ofrezco VIDA y abandonáis? “Y ¿si vierais al Hijo del Hombre subir a donde estaba antes?” ¡Ah! Señor. Nos gusta lo prodigioso, nos resultaría fácil caer en adoración, cantar hosanna y aleluya, pero eso de partirnos y repartirnos…

Aquella gente se horrorizó. Habían escuchado atentamente aquel extraño mensaje del mayormente extraño profeta, pero no comprendieron que con él les iba la Vida. Todos se marcharon. Jesús quedó sólo con los doce y de esto sabía muy bien quién no creía y quién lo iba a traicionar.

“¿También vosotros queréis marcharos?”

Y surgió la voz vigorosa del impetuoso Pedro:

“¿Señor, a quién vamos a acudir? ¡Tú tienes palabras de vida eterna”

Sor Áurea

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