«Que brille la luz de Cristo, no la propia»
Andrea Tornielli
Benedicto XVI murió emérito y fue enterrado como pontífice. Un océano de oraciones acompañó el rito fúnebre presidido por el Papa Francisco en el atrio de la Basílica de San Pedro. De todo el mundo se elevaron oraciones de gratitud, con la certeza de que Joseph Ratzinger podrá disfrutar del rostro del Señor al que amó y siguió toda su vida, y a quien dirigió sus últimas palabras antes de entrar en agonía: «¡Señor, te amo!».
Hay un rasgo distintivo que une a Benedicto XVI con su sucesor, y lo encontramos en las palabras que el Papa Ratzinger pronunció en su primer mensaje Urbi et orbi, la mañana del día siguiente a su elección: «Al emprender su ministerio, el nuevo Papa sabe que su tarea consiste en hacer resplandecer ante los hombres de hoy la luz de Cristo: no su propia luz, sino la luz de Cristo”. No su propia luz, su propio protagonismo, sus propias ideas, sus propios gustos, sino la luz de Cristo. Porque, como dijo Benedicto XVI, «la Iglesia no es nuestra Iglesia, sino Su Iglesia, la Iglesia de Dios. El siervo debe dar cuenta de cómo ha gestionado el bien que se le ha confiado. No atamos a los hombres a nosotras, no buscamos poder, prestigio, estima para nosotras mismas». Es interesante observar que ya como cardenal, durante años, Ratzinger había advertido a la Iglesia contra una patología que la aquejaba y la sigue aquejando: la de confiar en las estructuras, en la organización. La de querer «contar» en la escena mundial para ser «relevante».
En mayo de 2010, en Fátima, Benedicto XVI dijo a los obispos portugueses: «Cuando, en el sentir de muchos, la fe católica ha dejado de ser patrimonio común de la sociedad y es vista a menudo como una semilla minada y ofuscada por ‘divinidades’ y señores de este mundo, es muy difícil que llegue a los corazones a través de simples discursos o apelaciones morales, y menos aún a través de recordatorios genéricos de los valores cristianos». Porque «la mera emisión del mensaje no llega a lo más profundo del corazón de la persona, no toca su libertad, no cambia su vida. Lo que fascina sobre todo es el encuentro con personas creyentes que, con su fe, atraen a la gente hacia la gracia de Cristo, dando testimonio de Él». No son los discursos, los grandes razonamientos ni los vibrantes recordatorios de valores morales los que llegan al corazón de las mujeres y los hombres de hoy. Las estrategias de marketing religioso y proselitista no son necesarias para la misión. La Iglesia de hoy tampoco puede pensar en vivir en la nostalgia de la relevancia y el poder que tuvo en el pasado. Todo lo contrario: tanto Benedicto XVI como su sucesor Francisco han predicado y testimoniado la importancia de volver a lo esencial, a una Iglesia rica sólo en la luz que recibe gratuitamente de su Señor.
Y precisamente este retorno a lo esencial es la clave de la misión. Joseph Ratzinger lo había dicho cuando aún era prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, durante una catequesis en diciembre de 2000, citada en estos días por el director de Fides, Gianni Valente. Ratzinger tomó como punto de partida la parábola evangélica del Reino de Dios, comparado por Jesús con el grano de mostaza, que «es la más pequeña de todas las semillas pero, una vez que ha crecido, es más grande que las demás plantas del jardín y se convierte en un árbol». Explicó que, al hablar de la «nueva evangelización» en las sociedades secularizadas, había que evitar «la tentación de la impaciencia, la tentación de buscar inmediatamente grandes éxitos, de buscar grandes números». Porque éste «no es el método de Dios». La nueva evangelización, añadió, «no puede significar: atraer inmediatamente con métodos nuevos y más refinados a las grandes masas que se han alejado de la Iglesia». La propia historia de la Iglesia, observó todavía el cardenal Ratzinger, enseña que «las grandes cosas comienzan siempre con el grano pequeño y los movimientos de masas son siempre efímeros». Porque Dios “no cuenta con grandes números; el poder externo no es el signo de su presencia. La mayor parte de las parábolas de Jesús apuntan a esta estructura de la acción divina y responden así a las inquietudes de los discípulos, que esperaban del Mesías otros éxitos y signos, éxitos del tipo de los ofrecidos por satanás al Señor”. Los cristianos, recordaba además el futuro Benedicto XVI, «eran pequeñas comunidades dispersas por el mundo, insignificantes según los criterios mundanos. En realidad eran la semilla que penetraba en la masa desde dentro y llevaban en sí el futuro del mundo». Por tanto, no se trata de «ampliar los espacios» de la Iglesia en el mundo: «No buscamos audiencia para nosotros mismos, no queremos aumentar el poder y la extensión de nuestras instituciones, sino que queremos servir al bien de las personas y de la humanidad dando espacio a Aquel que es la Vida». Esta expropiación del yo, ofreciéndolo a Cristo por la salvación de los hombres, es la condición fundamental del verdadero compromiso con el Evangelio».
Es esta conciencia la que ha acompañado al cristiano, teólogo, obispo y Papa Benedicto XVI a lo largo de su dilatada existencia. Una conciencia de la que se hizo eco una cita que su sucesor -a quien siempre garantizó «reverencia y obediencia»- quiso incluir en su homilía fúnebre. Está tomada de la «Regla pastoral» de san Gregorio Magno: «En medio de las tempestades de mi vida, me consuela la confianza de que me mantendrás a flote en la mesa de tus oraciones, y que, si el peso de mis culpas me abate y me humilla, me prestarás la ayuda de tus méritos para levantarme». «Es la conciencia del Pastor -comentó el Papa Francisco- de que no puede llevar solo lo que, en realidad, nunca podría llevar solo y, por eso, sabe abandonarse a la oración y al cuidado de las personas que le han sido confiadas». Porque sin Él, sin el Señor, no podemos hacer nada.
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