Hoy celebramos la fiesta de Dios. Del Dios uno y Trino y con ella la Iglesia ha querido apuntar su índice sobre nosotros, las monjas y los monjes, señalándonos como colectivo al que compete por el hecho de su profesión, la constante contemplación del rostro Divino. Así lo expresa el slogan propuesto para este año: “Contemplando el rostro de Dios aprendemos a decir: Hágase tu voluntad”.
Permitidme una pequeña y cariñosa discrepancia, no tanto con el lema escogido como por algunas connotaciones que conlleva de manera global esta fiesta, no la de Dios sino la de las monjas, ya que se alude de manera especial a las mujeres. Hay una visión sobre nosotras un tanto romántica, angelical y bondadosa, en un artículo referido a mi monasterio leímos “allí donde anidan los ángeles”, expresión nacida, sin duda del cariño y una cierta admiración. Otra mirada no exenta de aprecio y respeto pero que nos visualiza como ingenuas, frágiles y aniñadas, lo que se evidencia al llamarnos “monjitas”. Por otra parte, muchos nos ven, caso de mirarnos, como gente extraña o exótica y desde luego, como especie a extinguir. Enfoques distintos que teniendo su parte de justificación, no nos definen. Somos mujeres y como tales, como personas, con nuestros más y nuestros menos, luces y sombras que nos acompañan como a todo ser mortal, también vulnerables. Lo estamos viendo, sin poder salir de nuestro asombro y extrañeza en ese caso reciente del que tanto se están ocupando los medios de comunicación.
Pero volvamos a la solemnidad que hoy celebramos. Esa fiesta que ha inspirado a los místicos las más sublimes plegarias y las más íntimas experiencias.
“¡Oh mis Tres, mi Todo, ¡mi Bienaventuranza! Soledad infinita, Inmensidad donde me pierdo…”
Así dice la “Elevación” de sor Isabel de la Trinidad que tanto alimentó nuestra propia oración en momentos de mayor piedad y fervor.
Pero ¿qué pasa cuando nos invade la vena del positivismo?
Pasa que nos demos cuenta de aquello: “el corazón tiene razones que la razón no entiende” y parodiando a Pascal, podemos decir que “El místico tiene una experiencia de Dios que el pragmático no entiende”. También resulta oportuna la frase del Principito: “Solo se ve bien, con el corazón. Lo esencial es invisible para los ojos”.
Aquí viene al pelo la profunda plegaria de Jesús:
“Padre te doy gracias porque has escondido estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a la gente sencilla”
Celebramos la fiesta, la gran fiesta de Dios, del Dios único que es a la vez trinidad. ¿Cómo entenderlo si no somos místicos, si no somos capaces de mirar con el corazón, si no somos sencillos y nos tenemos por sabios?
¿Qué dijeron o cómo explicaron tan inefable Misterio los Padres de la Iglesia y qué han seguido diciendo los teólogos y los concilios? y ¿qué entendemos nosotros de las profundas definiciones que nos ofrecen? Pero ¿cómo explicar lo que de por sí es inexplicable?
“A Dios nadie lo ha visto jamás” ¿cómo, pues, delimitarlo en imágenes o encerrarlo en conceptos? Conceptos que nos quedan fríos y lejanos. Pese a los esfuerzos por clarificar y acercar, siempre resulta un lenguaje tan obtuso para nosotros,… Nos amparamos con el socorrido “es un misterio”. Sí, es un Misterio, un Misterio que adorar, pero no un comodín que nos exima de profundizar y vivir lo que es el núcleo de nuestra fe.
Por suerte, o mejor, por Gracia, tenemos a Jesús que, con imágenes familiares, con palabras de uso común, con ese idioma que toca las fibras del corazón, nos revela un Rostro de Dios que podemos contemplar.
Hablando de gorriones y amapolas nos dice que Dios es el Padre providente, que nos cuida tanto que hasta los cabellos de nuestra cabeza tiene contados.
Con la parábola del hijo pródigo nos habla de la ansiedad por el retorno del ser que sigue querido, con la acogida y el abrazo reconciliador, nos revela al Dios misericordioso.
Con la del sembrador nos aclara que no es un Dios encerrado en su inmensidad y por tanto distante, sino que cuenta con nosotros, que hemos de prepararle una tierra mullida para la siembra.
Por la imagen del juicio final sabemos que es un Dios cercano, tanto que su rostro lo descubrimos en el del hermano y los latidos de su corazón los escuchamos en los del necesitado.
Recorriendo las páginas del Evangelio se nos revelan, por boca del Maestro los atributos divinos y a esa luz las formulaciones dogmáticas nos resultan asequibles y cálidas. Dios tiene corazón y el amor trinitario revierte hacia nosotros con la cercanía y la presencia perenne de Jesús que nos ha prometido estar con nosotros todos los días hasta el fin del mundo.
Hoy es el día Pro Orantibus, el día de las monjas y de los monjes, pero también y sobre todo, el de todos los bautizados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Sor Áurea Sanjuán, op