Habría que ver y escuchar, a Jesús hablando del Reino. Ese Reino que con el Padre había soñado para nosotros.
Habría que ver a la multitud encandilada escuchando cosas jamás soñadas. El Reino es un tesoro por el que vale la pena vender todo. Es una piedra de tal valor que resulta un buen negocio adquirirla a cambio de nuestras baratijas. Es la alegría de encontrar la moneda perdida y recuperar al hijo extraviado. El Reino es una fiesta, un banquete. Quien se siente a esa mesa no volverá a pasar hambre ni sed porque el pan del Reino es Pan de Cielo y el agua es un manantial que brota hasta la vid eterna.
Embelesados no advierten la hora ni el gusanito que se despierta en el estómago. De todos modos ¿Qué podrían hacer? ¿a quién van a acudir?
La expectativa sube de tono, el Maestro cuchichea con sus amigos y de pronto escuchan un enérgico: “¡Dadles vosotros de comer”
Se restriegan los los ojos y los oídos. Les palpita el corazón por la emoción y la sorpresa. Hay alguien que mira por ellos, se preocupa por ellos. “¿Hay alguna nación que tenga a sus dioses tan cerca como lo está el Señor de nosotros?”
Nuestro Dios no habita en las nubes ni en una torre de marfil. Está aquí, con y entre nosotros, en lo hondo de nuestro ser. No es un Dios escondido ni desconocido su rostro nos resulta familiar, tiene el rostro de Jesús y lo encuentro en el de los hermanos.
Conoce en su propia carne, en la de Jesús, nuestras ansiedades, nuestro dolor y nuestras necesidades. Sabe que tenemos hambre que tenemos sed, que tenemos frío o bochorno por el calor en el estío.
Tantas horas y en descampado aquellas gentes no han podido echarse nada en la boca. Sólo el más prevenido lleva consigo un poco de pan y dos peces. Es la hora de compartir y la hora de la comunidad.
“Decidles que se echen en grupos” y hubo pan y pescado para todos.
El Reino es una fiesta, Jesús comunica su alegría, contagia su paz y nos deja su presencia. Es el Dios entre nosotros.
Sor Áurea