Todos necesitamos de un nido como lugar cálido y saludable en el que crecer, desarrollarnos y envejecer. Un sitio donde echar raíces y sentirnos inamovibles y seguros. Es aquel espacio de ternura y respeto que sentimos como humus que acoge, nutre y cuida.
Ese lugar no es otro que la familia. No tenerla es la máxima precariedad y poseerla la mayor riqueza.
La familia es algo que valorar y celebrar. El modelo: la humilde, sencilla y divina de Nazaret, en la que el Niño crecía en sabiduría y Gracia. Pero cuidemos de no almibararla, allí, como en todo núcleo familiar, se vivían también situaciones agridulces, contrariedades y preocupaciones.
También el Hijo dio de qué hablar. De mozalbete se escabulló y «sus padres angustiados» lo anduvieron buscando y de adulto armó tal polvareda que la familia pensó que se le habían cruzado los cables y decidió ir a por él para meterlo en razón. En ambas ocasiones, la del niño y la del adulto, Jesús reivindicó su actitud, diríamos —si no sonara a falta de respeto— que plantó cara: “¿Por qué me buscabais? ¿No sabéis que debo ocuparme de las cosas de mi padre?” “Mi madre y mis hermanos son aquellos que escuchan y cumplen la Palabra de Dios.”
María lo guardaba todo en su corazón y Jesús encontraba en ella la comprensión, el consuelo y la seguridad. “¿Puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas?»
En la familia de Nazaret, pese a las diferencias sociales y culturales por los dos mil años que la separan de la nuestra, se vivieron situaciones semejantes a las que vivimos nosotros pero siempre prevaleció la armonía, la paz y el amor, ese conjunto de propiedades que dan paso a la felicidad. Y es que la familia puede entenderse como aquel lugar en el que la felicidad es posible.
La Iglesia propone este día como el de la Sagrada Familia. Con esta celebración se impone el reflexionar sobre ella, sobre la de Nazaret y sobre la nuestra. No sólo festejar sino construir, y no solamente la biológica pues hay que hacer familia en el espacio y con las personas que constituyen nuestro núcleo vital, aquellas con las que convivimos, sea en comunidad, en grupos de amistad o de compañeros de trabajo.
No sólo agasajar, no sólo disfrutar sino y sobre todo construir espacios de acogida, serenidad y arraigo en los que los conflictos y problemas se resuelvan con responsabilidad, amor, comprensión y perdón. Donde el egoísmo se bata en retirada y la generosidad vaya ganando posiciones.
Festejar, disfrutar y preguntarnos: en mi familia biológica y en la social vital:
¿Soy parte del problema o constructor de paz y bienestar?
Sor Áurea Sanjuán, op