El Evangelio nos dice que María “guardaba todas estas cosas en su corazón”.
En el orden de lo cotidiano nosotros guardamos lo que estimamos, lo que parece que va a hacernos útil en otra ocasión, lo que tiene un valor afectivo por la persona que nos lo dio o por el momento vivido que evoca; y tiramos lo que ya no sirve por estar viejo, roto o porque no funciona.
¿Qué guardaba María?
¿Qué eran, «estas cosas”?
Estas cosas eran los misterios de salvación que se iban desgranando en la vida de Jesús, de José y de ella a través de lo que acontecía en sus vidas. Sin duda guardaba lo que le pasó en la Anunciación, en su embarazo; todo lo que despertaba en ella esa nueva vida creciendo en su seno. El momento en que José le contó lo del sueño que había tenido cuando estaba pensando en repudiarla en secreto, o aquel otro sueño que los impulsó a huir a Egipto ¡cómo no guardarlo! La visita a su prima Isabel, cuando presentaron a Jesús en el templo… Podríamos seguir enumerando todos los misterios de su Hijo, sobre todo aquel momento en que, desde la cruz, le dio a Juan, es decir a todos y cada uno de los hombres, como hijos suyos.
Este día tenemos que pedir con toda nuestra fe, pequeña o grande ¡Dios lo sabe! aprender a guardar los misterios de Cristo en nuestro corazón. Esos misterios están vivos en el tiempo, tienen una virtualidad que atraviesan los siglos y la vida de cada uno y son capaces de obrar en nosotros lo que ellos hacen presente. Si estamos solos, nos podemos unir a Jesús en el huerto para que la fuerza que tuvo Él para decir: “Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz, pero que se haga tu voluntad”, vivifique nuestro espíritu, a fin de que nos unamos al querer del Padre, aceptando lo que Él permite que vivamos. Así, en los momentos de gozo, de incertidumbre, de amistad o de discordia. Guardar en el corazón los misterios de Cristo, para desde nuestra propia circunstancia, unirnos a ellos y poder prolongar en nosotros lo que Él vivió. Esto es lo que hoy me enseña a mí María y lo que les comparto, lo que pido para mí y para cada uno de los que leen esta reflexión.
Sor Mª Luisa Navarro, OP