Reflexión desde el Monasterio sobre el Sábado Santo
José de Arimatea tomó el cuerpo del Señor, lo envolvió en una sábana limpia y lo puso en el sepulcro nuevo que había hecho excavar en la roca. Luego hizo rodar una gran piedra y se fue. Cfr. Mt, 27, 59-60
Parece el final de la historia, se ha llegado a un punto muerto. No se espera nada más. Una pesada roca pone punto final a todo. Las mujeres están mirando cuando él desaparece de su vista y de sus vidas.
Lo han envuelto en paños funerarios, como también lo envolvió su madre en pañales cuando nació. Entonces el futuro estaba lleno de promesas, ahora, aún joven, su futuro está hecho pedazos.
Todo parece que ha llegado a su fin, pero en realidad está en la cúspide de un nuevo comienzo. Hay un futuro inimaginable que compartirá con todos los hombres. No hay final que pueda desafiar el toque creador de Dios.
Todos estuvimos allí, sí todos. Cuando temimos habernos quedado sin futuro, cuando el camino quedó bloqueado por cualquier piedra, cuando la paz es pisoteada, cuando el hombre es verdugo de otro hombre, cuando la vida es desechada.
Pero Jesús sigue diciendo: “si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo, pero si muere da mucho fruto.
La semilla está enterrada en este Sábado Santo, ahora solo podemos aguardar, esperar el don de su fecundidad.
Es el momento del silencio, el momento de abandonarnos en Dios.
En Israel, cuando Jesús murió, había una lámpara que ardía, María, su Madre. Ahora 21 siglos después, aguarda la Iglesia.
Mañana, el Hijo del Hombre caminará por un jardín entre macizos de flores y luz.