¿Quién no ha visto a un bebé gatear palpando todo a su alrededor en busca de algo que presionar? Ya sabe la magia de apretar un botón. Ya sabe desde la guardería que no todos los niños tienen un papá y una mamá, que muy pocos tienen hermanos y que no todos sus amigos son del mismo color. Su mundo es diferente al nuestro.
Para nosotros, los mayores, los que fuimos bebés mucho antes del ya lejano Concilio, un botón no tenía más magia que la de saber abrocharlo, de él no surgían melodías ni los avatares de Harry Potter. Nuestras guarderías tenían nombre más prosaico, todos los niños eran iguales a los otros niños y lo mismo las niñas. Todos teníamos hermanos y todos un papá y una mamá.
Nuestro mundo era diferente, era otra cosa. Al abrir los ojos a la vida ya teníamos delante un crucifijo y nos reñían si jugábamos con el rosario. Rezábamos al niño Jesús y nos sentíamos cobijados por nuestro ángel de la guarda.
Crecimos aprendiendo el catecismo con sus dogmas, sus sentencias y su moral. Pertenecíamos a la Acción Católica y la gente se casaba por la Iglesia. Muchas y muchos nos metíamos a monjas o a curas. Un ambiente totalmente en las antípodas del de hoy.
Así las cosas, en nuestra reflexión de este domingo resuena el aviso de Juan el Bautista:
“En medio de vosotros está uno al que no conocéis”
No lo conocen las nuevas generaciones que nada o poco han oído hablar de él y no lo conocemos quienes estamos desde la infancia escuchando las cosas que de él se dicen.
Somos devotas de las diversas advocaciones, practicamos los primeros viernes de mes, somos miembros de cofradías y hasta vestimos un hábito y nuestra vida es conventual, pero…
¿Conocemos a Jesús?
Será bueno supervisar lo que de él conocemos y lo que de él tenemos tan interiorizado que se manifiesta en nuestro vivir. Como si de una cebolla se tratara, hay que ir quitando las capas de superficialidad, de rutina y de inercia. En cuestión de fe vale todo aquello que aunque folclórico, aparente, trivial o rutinario nos mantiene arraigados en lo religioso pero no todo vale para siempre, es preciso evolucionar y crecer. Como todo lo que está vivo si no se transforma, muere.
La cosa no es difícil pero sí prácticamente imposible. Al menos para los “camisas viejas” demasiado arraigados en nuestras costumbres y en nuestros saberes. Nuestras costumbres han de evolucionar y nuestro saber se ha de actualizar. Seguir a Jesús no requiere grandes forzadas, su yugo es suave y su carga ligera. Pero sí es necesario un corazón abierto y unos ojos despiertos para conocer más y más profundamente al Jesús que con nosotros está.
A nosotros nos cuesta por lo mucho que creemos saber y conocer. Pensar que lo sé todo y que todo lo conozco es tener la puerta de par en par para la ignorancia.
En medio de nosotros está, pero no lo conocemos porque lo revestimos de nuestros prejuicios, de nuestros juicios previos, haciendo de él, del Jesús manso y humilde de corazón, un ídolo.
Un buen propósito para este año nuevo sería el afán por profundizar en el conocimiento del que estando entre nosotros no conocemos. Pedir esta gracia y trabajar en ello. Descubrirlo al escuchar la Palabra, descubrirlo en los acontecimientos y descubrirlo en la sencillez de lo cotidiano. Descubrirlo y mostrarlo. Las nuevas generaciones sólo lo pueden conocer a través de nosotros, nadie les hablará de él más que como un hecho o una etapa, ya superada, de la civilización occidental. Mostrar coherencia entre lo que decimos y vivimos. Mostrar nuestras creencias limpias de elementos atávicos y obsoletos. Mostrar que seguir las indicaciones, los consejos y el modo de sentir y actuar del Maestro de Nazaret no contradice ni lo científico ni el progreso será la mejor y quizá la única catequesis posible.
Por mucho que la sociedad avance, por mucho que cambien las costumbres, por mucho que las épocas y las etapas sean diferentes no ahogarán la necesidad de felicidad, de paz y de humanidad.
Son los odres nuevos para un vino nuevo. Descubrirlo y mostrarlo, es conocer a Aquel que entre nosotros está.
Sor Áurea Sanjuán, op