El pueblo estaba en expectación. Hacía cientos de años que la profecía había terminado. Dios ya no enviaba a sus siervos los profetas para indicar al pueblo qué debía hacer. Por eso impacta tanto la predicación del Bautista. El pueblo, sometido al poder extranjero, ansiaba la liberación. Tampoco los dirigentes judíos los ayudaban ya que imponían pesadas cargas de cumplimientos minuciosos que era necesario conocer y cumplir para alcanzar la salvación. El pueblo sencillo anhelaba al Mesías para que lo liberase de tanto mal. Se preguntaba si Juan no sería el Mesías. El predicaba una conversión liberadora, una justicia posible.
Su palabra convence porque es un testigo: pobre, desprendido, entregado a la misión que ha recibido, sin exigir nada para sí. Por eso le preguntan: ¿Qué tenemos que hacer? ¿Cómo nos preparamos para la novedad que anuncias?
Y también nosotros preguntamos ¿qué tenemos que hacer? Porque también nosotros vivimos oprimidos: la violencia, el miedo, la corrupción, la mentira, la inseguridad, aún la naturaleza nos agrede en su intento de defenderse de nosotros.
Y San Pablo nos contesta: Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. El Señor está cerca.
¿Cómo podemos estar alegres cuando tenemos miedo? El Señor es mi Dios y salvador: confiaré y no temeré, porque mi fuerza y mi poder es el Señor, él fue mi salvación.
Y el Bautista agrega: Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego. Y Jesús mismo nos dice: He venido a traer fuego a la tierra y ¡cuánto desearía que estuviera ya ardiendo!
Él nos bautizará…: la obra es suya. Él nos sumergirá en el Espíritu de los hijos de Dios. Con su fuego, que es Amor, nos purificará, nos transformará, nos capacitará para vivir como hijos de Dios. Por eso:
Nada os preocupe; sino que, en toda ocasión, en la oración y súplica con acción de gracias, vuestras peticiones sean presentadas a Dios. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo juicio, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús.
Sor Ana Mª Albarracín