Los judíos, exasperados por la que estaba liando Juan en el río Jordán, enviaron una comisión a increparle:
– Pero, ¿Tú quién eres? ¿Eres Elías? ¿Eres el profeta?
– No, yo no soy nadie, no soy más que una voz que grita en el desierto: «Allanad el camino del Señor».
– Entonces, ¿por qué bautizas si no eres el Mesías, ni Elías, ni el profeta? Tú ¿quién eres?
Y Juan, en su humildad, respondió:
– “Yo sólo bautizo con agua”.
Cualquiera de nosotros nos hubiéramos puesto moños, pero Juan, como verdadero testigo, sabe que su identidad no es la que importa, que es preciso resaltar la de Jesús, avisa:
-“Aquel a quien esperáis ya está aquí, entre vosotros, sólo falta una cosa, que os deis cuenta de su presencia, que le reconozcáis”.
Este aviso que hizo Juan hace dos mil años es también para nosotros. En medio de nosotros está, pero su presencia nos pasa desapercibida quizá porque no viene y no está tal como lo esperamos, no lo reconocemos porque su figura no coincide con la imagen que de Él tenemos preconcebida.
En nuestra cultura, en nuestro entorno, desde que nacemos sabemos, porque así se nos dice, que Dios está en Jesús, que Jesús es Dios. Se nos enseña y lo aprendemos, pero cada uno lo asumimos a nuestra manera porque «a Dios nadie lo ha visto jamás» y ninguna descripción, por sabia o devota que sea, puede «decir» lo que de por sí es inefable.
La imagen de Dios en nosotros evoluciona a medida que pasamos de niños a adultos. Malo será si esa imagen queda estática y nuestra fe no supera el estadio infantil. Malo también que nos escandalice el que la de otros difiera de la mía. «A Dios nadie lo ha visto jamás» y cada uno de los creyentes lo pensamos según nuestros peculiares condicionamientos, según la formación, la sensibilidad y las circunstancias que nos van configurando. Pero gracias a Dios, —y nunca mejor dicho— tenemos unos criterios comunes que nos encauzan y dan seguridad. A Dios no lo hemos visto pero Jesús nos ha dicho y nos ha mostrado cómo es. Por Jesús sabemos que Dios es Padre, Padre nuestro, Padre providente y bondadoso, que nos cuida y quiere que nos cuidemos unos a otros.
Sería bueno aprender de Jesús. Sería bueno escuchar las descripciones que Él nos hace de su Padre Dios. Dios es como ese Padre que espera y hace fiesta cuando recupera al hijo que ha malgastado su herencia. Es como aquel que prepara un banquete y nos hace llegar a él desde todas las encrucijadas. Que tiene una casa con tantas habitaciones, que todos cabemos en ella. Que cuida de los pájaros del bosque y nos hace saber que nosotros valemos mucho más que ellos.
Ese Jesús, ese Dios, en medio de nosotros está y no nos enteramos. No le reconocemos porque no viene revestido con el ropaje que cada uno imaginamos. Su presencia nos pasa inadvertida porque está allí donde no le esperamos, está, nos lo ha dicho Él, en ese que tiene hambre o sed y me necesita, en aquel que me molesta o me pone nervioso, también —¡faltaría más!— con el que congenio y es fácil tener amistad. Está mezclado entre la gente que acude a ser bautizado por Juan, mezclado, como uno de tantos, como uno cualquiera de mis vecinos, de mis compañeros y como uno más de los que deambulan por mi calle. ¡Ojalá abramos los ojos! ¡Ojalá le descubramos entre la multitud! ¡Ojalá nos dejemos iluminar por Aquel que es la Luz y del cual da testimonio Juan el Bautista. ¡Ojalá todos lleguemos a la Fe!
Es tiempo de Adviento, tiempo de espera ilusionada, tiempo de acogida. Tiempo de abrir los ojos y descubrir que ya está aquí, con y entre nosotros.
Sor Áurea Sanjuán, op