El 25 de marzo, solemnidad de la Anunciación del Señor, el Papa Francisco convocó a la Iglesia y a todos los hombres de buena voluntad a rezar el Padre Nuestro para que cese la pandemia. No podemos medir el alcance de este clamor universal, en el momento dramático que la humanidad está viviendo. Los que tenemos fe creemos que la oración traspasa el universo, tiene una fuerza arrolladora porque nada menos que va directa al corazón de Dios, y vuelve a los hombres llena de bendiciones para todos, para los que creen y para los que no creen, para los que hacen el bien y para los que no lo hacen. Nunca es estéril la bendición de Dios.

            Con qué amor nos mirará Dios a nosotros, sus hijos, en este momento de dolor en que vemos aumentar el número de hermanos contagiados por el covid-19, en el que cada día tomamos conciencia de nuestra fragilidad e impotencia a pesar de todos los esfuerzos para detenerlo. Necesitamos la ciencia, la tecnología, las manos humanas que ayudan y su cercanía nos conforta, de alguna forma nos ayuda a sanar. Estamos asombrados del poder que Dios ha dado al hombre. Pero necesitamos más, le necesitamos a Él, el calor de su amor, su mirada mirándonos, su mano cuidándonos y tener conciencia de esta verdad, necesitamos fortaleza y esperanza para luchar y vencer al virus.

            Para ser fuertes de verdad tenemos necesidad de sentirnos amados, nuestra vida «lleva dentro de sí un gran torrente, es una flecha lanzada al infinito. Podemos mucho, si sabemos querer, y si queremos dejarnos querer, pues da más fuerza sentirse amado que creerse fuerte».

 

            Esa es la súplica que desde los monasterios “sube” a Dios, que todos los hombres puedan sentirse amados por Él. De sentirnos mirados y amados por Él, vendrá esa fuerza, esa resistencia al virus, al mal que puede dañar los cuerpos y las conciencias de los hombres; de ahí vendrá la esperanza.  Muchos dicen que el mundo va ser un antes y un después del covid-19, seguramente será así, pero nos atrevemos a esperar y a soñar que ese “después” será más humano, menos materializado, más espiritual, más abierto al diálogo, a la familia, a los valores y a la fraternidad. Aunque la noche es oscura, llega el amanecer que nadie se atrevería a inventar, lo sabemos por la experiencia de cada día. 

Monasterio de la Inmaculada, Dominicas – Torrent

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