Contra Jesús se confabulan los representantes religiosos: saduceos, sacerdotes, fariseos y escribas, todos tiemblan ante ese carpintero de Nazaret convertido en Maestro y tenido por profeta. Son gigantes de la religión, pero con una fe tan débil que como estatua que siendo de bronce tiene los pies de barro y por tanto el más liviano impacto la derriba. Su fuerza y su poder se sostienen sobre un estricto cumplimiento de la Ley, aunque su observancia raya en la mera apariencia, lo que precisamente con mayor virulencia Jesús denuncia, como se evidencia en la gráfica expresión de “sepulcros blanqueados” que en otra ocasión les dedica.
Jesús había hecho callar a los saduceos, y enterados los fariseos toman el relevo, con la intención y el empeño de “ponerlo a prueba”. Quieren tener de qué acusarlo para entregarlo a las autoridades y quitárselo de encima, piensan y quieren defender a Dios pero no saben que al que quieren matar es a su Hijo.
La pregunta que le hacen no es inocente ni trivial. Respondiera lo que respondiera entraba en controversia, pues entre ellos mismos había disparidad de opiniones. Para unos los 633 mandamientos de la Torá gozaban de la misma categoría y la misma obligatoriedad; otros daban un valor absoluto al “sábado”, y sólo unos pocos defendían que lo importante era no dañar al prójimo teniendo en cuenta que este concepto se restringía a los compatriotas.
Jesús responde aportando una originalidad de gran importancia, tanta que marca la diferencia entre el Antiguo y Nuevo Testamento. “Prójimo” ya no es solamente el israelita, sino que adquiere una dimensión universal, todos los humanos somos prójimos unos de otros y los seiscientos mandamientos de la Ley se reducen a dos que se sintetizan en uno. Amar a Dios y amar al hermano, vienen a ser una misma y sola cosa. Como aclaran las Cartas y el Evangelio del evangelista Juan:” Esto os pido, que os améis unos a otros…”. Quien dice que ama a Dios, pero no ama a su hermano, es un mentiroso”.
Es el Mandato nuevo que supera al antiguo. En la Ley de Moisés el amor al otro se limita, por así decirlo, a lo externo, no matar, no robar, no cometer adulterio, tienen como objetivo al grupo evitando que éste se destruya al hacerse daño unos a otros. En Jesús la comunidad alcanza su madurez en la medida que se valora al individuo. Este Mandato de amar a Dios y al prójimo cambia el acento, no es lo externo lo que purifica y por consiguiente basta, es lo que surge de lo profundo del corazón lo que purifica y lo externo es la manifestación de aquello que tengo dentro. El mandamiento de amar al hermano no es propiamente un mandato, ya que el amor no puede imponerse, es más bien una exigencia de purificación interior, que me hará mirar con ojos limpios y por tanto comprensivos a los demás, a cada uno.
Amar a Dios y amar al hermano: un mismo y único mandamiento. Lo ha dicho el Señor.
Sor Áurea Sanjuán, op