Pan de vida y no de muerte
Jesús nos pone el dedo en la llaga. No nos damos cuenta, porque nos parece natural, sentimos como normal el poder atiborrarnos de pan, o quizá no porque evitamos sumar kilos a nuestra ya subida tara, pero lo tenemos en abundancia y “para más inri” lo pedimos a Dios varias veces al día. “Danos hoy nuestro pan…” Un pan que llamamos “nuestro” pero que en realidad es mío. Cuidadosamente escogido, más o menos blanco, crujiente o esponjoso y mejor si está cocido a leña. Un pan a mi gusto, un pan que resulta ser de muerte puesto que no lo comparto, pues algunos, muchos, demasiados, con los mismos atributos, con la misma humanidad que yo parece que no tienen derecho ni a las migajas que caen de la mesa de “los señores”. Un pan así, no puede ser de otra manera, es pan de muerte. Muere quien se sacia egoístamente de él, (“tuve hambre y no me diste de comer”) y muere quien no lo alcanza, ahí están las hambrunas entre nuestros semejantes, tan semejantes que la diferencia la marcan tan solo unos pocos kilómetros entre nuestros respectivos lugares de nacimiento.
Frente a esto, Jesús, en Cafarnaúm nos habla de la auténtica comida, del pan que es vida porque alimenta a todos y del Pan que es Vida porque es él mismo.
No podemos olvidar que nosotros mismos, si estamos vivos, si existimos, es porque otros seres humanos al engendrarnos, al cuidarnos, al facilitarnos la socialización, lo han posibilitado. Esto es un reclamo y una exigencia, también nosotros, como Jesús, debemos ser pan de vida para otros.
Y para ser pan de vida no necesitamos poseer una bolsa en la que sobren monedas, recordemos a la viuda elogiada por Jesús y al muchacho que ofreció su pequeña provisión de pan y pescado. Pensemos en los dos tipos de vida, material y espiritual, con los que Jesús nos alimenta y nos exige compartir. Siempre tendré ocasión de dar parte del pan al que estoy a punto de dar un bocado, es decir, de mi pan y siempre puedo ofrecer mi cercanía, mi acogida, mi sonrisa, incluso mi tolerancia, mi respeto y hasta mi ternura, con ello haré brotar en el hermano que lo necesita, una sonrisa y un suspiro de satisfacción, una buena dosis de seguridad y de paz. Con todo esto, arrancado de mi propio ser, de mi propio tiempo, alimentaré la auténtica Vida, esa Vida que comienza, no lo podemos olvidar, cuando me abro a la Fe y la comparto con aquellos a quien Jesús mismo la ofrece.
Todos, queramos o no, con nuestra inevitable influencia, somos pan de vida o de muerte para otros.
Sor Áurea Sanjuan Miró, OP