Carta del Maestro de la Orden de Predicadores,
Fr. Bruno Cadoré
en el VI Centenario de S. Vicente Ferrer
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Este imperativo de Cristo a Vicente Ferrer, cuando se enfrentaba a una grave enfermedad, expresa lo que fue toda su vida. Esta llamada provocó una especie de «conversión» que marcó su vida como hermano (de fraile) predicador, y supuso un punto de inflexión en su predicación, abriendo su camino de fraile predicador con Cristo. Ahora que, después de la celebración del Jubileo de la confirmación de la Orden, se celebra la memoria del «Dies natalis» de San Vicente Ferrer, este imperativo se dirige hoy a toda la Orden. ¡Predica como los apóstoles!
El camino de santidad de Vicente Ferrer es impresionante. Habiendo ingresado en la Orden a una edad temprana, llamó la atención de los frailes lo suficiente como para que le confiaran el ministerio de capellán del rey de Aragón. Este puesto le dará la oportunidad de enfrentarse al descontento eclesiástico-político que marcará este período turbulento del doble papado de Roma y Aviñón. Una oportunidad para afirmar una postura creyente, teológica y espiritual hacia la Iglesia de Cristo, a cuya unidad quiere servir por encima de todo como su contemporánea Catalina de Siena (aunque tengan posiciones diferentes). Fiel y exigente discípulo de Domingo, Vicente sabe que la evangelización del nombre de Jesucristo hunde sus raíces en la oración de Aquel que pide al Padre que todos sean uno, como el Padre y Él son uno. Sus reflexiones teológicas, su predicación, afirman sin cesar esta dimensión fundamental de la predicación cristiana: vivir, amar, orar, proclamar la Palabra, ponerse en manos de Aquel que vino, predicó, dio la vida y resucitó para cumplir esta promesa de unidad de todos en Dios. ¿No fue esto lo que inspiró la determinación de Santo Domingo de orientar su vida de una manera nueva, desde las tierras del Lauragais, para seguir e imitar al predicador galileo e itinerante proclamando a través de las ciudades y pueblos la buena nueva del Reino de Dios? ¡Vete y predica) como los apóstoles!
Y vemos a Vicente, que, a su vez, abandona las intrigas del poder para ir por los caminos de Europa. España, Suiza, Francia Predicador incansable del Evangelio, que se llamaría a sí mismo «el
galeote de Dios», se puso a predicar, acompañado de un grupo de penitentes, y pasó entre sus contemporáneos haciendo el bien, guiando su vida espiritual, insistiendo en el valor de la pobreza y la sencillez de vida, exhortándolos a la conversión y a llevar una vida según la dulce misericordia de Dios. Hay muchas maneras diferentes de hablar de San Vicente. Del predicador milagroso al que acogen presentándole los enfermos y discapacitados, y que invita a la conversión evocando a menudo el horizonte de la escatología: «Timete Deum et date illi honorem». Del religioso austero que lleva una vida de gran frugalidad, de oración y de penitencia, que lleva en su vida y en su cuerpo la huella de esta «preocupación» por la salvación del mundo. El hombre espiritual que anima a reconocer el poder de la misericordia de Dios que llega a todos, sin acepción de personas, para consolar, sanar, fortalecer, perdonar. El amigo de Dios que no escatima sus fuerzas, sino que se atreve, agotando sus energías humanas, a acoger en su humanidad una fuerza y un fuego que recibe de otro, mucho más grande que él. Fue la radicalidad del compromiso de este amigo de Dios, probablemente tanto como la impresionante figura del hacedor de milagros, lo que fue inmediatamente reconocido por sus contemporáneos, acogido por grandes multitudes, y muy a menudo elegido en la Orden como modelo de predicador, por encima de los desacuerdos que se pueden tener sobre ciertos contenidos de su predicación.
Fue precisamente este apóstol al que sus contemporáneos reconocieron, durante su vida y con gran fervor después de su muerte. Un apóstol que deseaba hacerse discípulo de esta Orden de Predicadores, que el Papa Honorio confirmó escribiendo a Domingo y a sus hermanos: «Aquel que nunca dejó de enriquecer a su Iglesia con nuevos creyentes, quiso conformar nuestros tiempos modernos a los de los orígenes y difundir la fe católica. Por eso os ha inspirado el sentimiento de amor filial por el que, abrazando la pobreza y haciendo profesión de vida regular, dedicáis todas vuestras fuerzas a hacer penetrar la palabra de Dios, mientras evangelizáis por el mundo el nombre de nuestro Señor Jesucristo» (LCO 1, § I). Es impresionante ver cuán rápidamente su reputación de santidad se extendió por dondequiera que estuvo. También es impresionante saber hasta qué punto los hermanos y hermanas de la Orden han elegido a San Vicente Ferrer como patrono de su provincia o de sus fraternidades laicales en algunos casos, de tantas de sus iglesias, de sus proyectos, de múltiples grupos de pastoral y de evangelización. Básicamente, es impresionante ver cómo en la Orden San Vicente se convirtió rápidamente, en cierto modo, en el «santo patrón» de la predicación. Su Tratado de Vida Espiritual, en este sentido, es reconocido por muchos como una exposición de lo que puede y debe ser la vida espiritual de un fraile predicador.
Y esto es precisamente lo que hace que San Vicente Ferrer siga teniendo actualidad hoy para la Orden y para la Iglesia. Dar la vida entera por la predicación es el horizonte hacia el que Vicente invita a mirar, a través de su testimonio de santidad, a todos los miembros de la Orden de Predicadores. Dar la vida entera por la predicación del Evangelio, como hicieron los apóstoles al seguir a Jesús predicador y, al hacerlo, dejarse llevar a la fuente de la propia vida según el Espíritu. Esta determinación y «fatiga» de la predicación es lo que establece su cercanía a Aquel cuya misericordia quiere predicar: «Sólo soy un pobre anciano quebrantado que ya no puede más, que no sabe nada, o mejor dicho, que sólo conoce su ignorancia y su cobardía. Dame la gracia de ser cada vez más consciente de que yo no soy nada y de que tú lo eres todo» (Oración reconstituida en 1954 por Thomas Lacroix). La aventura de la predicación es una aventura espiritual. La vida del predicador está llamada a dejarse llevar por la gracia que puede hacer de ella una «vida mística». Mística de una compasión profunda, a imagen de la compasión de Cristo, sufriendo para que la Iglesia no se divida y sea verdaderamente, en el corazón del mundo, la comunión que da testimonio de la comunión trinitaria. Mística del deseo de construir puentes de fraternidad entre tantas culturas diferentes. Mística de compasión por los pobres, los enfermos y los pecadores, porque ninguno de ellos puede ser excluido del sueño de comunión que Cristo ha hecho brillar en el corazón de la humanidad. Mística de una vida entregada, para llevar a su punto más incandescente el fuego del deseo de que «Él crezca y yo disminuya». Actualidad de una mística que quiere entregar la Palabra arriesgando toda la vida, sin restricciones y sin reservas.
¿De qué manera la santidad de esta figura tan bella y elevada de nuestra Orden tiene hoy una importancia candente para todos nosotros, hermanas y frailes predicadores, laicos y religiosos? Nos presenta la figura del fraile predicador, itinerante y compasivo.
Predicador. Vicente nos recuerda que somos, sobre todo, predicadores, y predicadores a la manera de los apóstoles, es decir, siguiendo e imitando a Jesús cuando fue a proclamar la buena nueva del Reino a través de las ciudades y pueblos. No era cuestión de que Vicente saliera a los caminos porque tenía muchas cosas que «decir», que «enseñar» a sus contemporáneos. Quería hablar con ellos, porque lo que él deseaba era descubrir a sus contemporáneos que, con sus humildes palabras, era Dios mismo quien se acercaba a ellos y quería hablar con ellos. La predicación no consiste en hablar a las personas «en nombre de Dios», sino en hablar a las personas del Dios que vienen y quisiera hablar con ellas. ¿No es, en definitiva, este movimiento el que funda la Iglesia? Dirigirse al pueblo y, como Domingo les dijo un día a sus compañeros, sobre todo orar por los que nos encontremos, para comprenderlos y para que se pueda establecer con ellos una verdadera y fraterna conversación.
Itinerante. Es este deseo de seguir e imitar a Jesús, el predicador, lo que le lleva a recorrer los caminos, a unirse a otras culturas, a estar dispuesto a encontrarse con otras lenguas. San Vicente viajó incansablemente por Europa hasta el final de su vida, sin escatimar fuerzas. Un deseo impulsado por la convicción de que, por encima de las distinciones de lenguas, culturas, razas e historia, existe en el centro de esta diversidad una unidad fundamental, una comunión que constituye la capacidad esencial de la humanidad. ¡Hay tantas diversidades hoy en día, tantas divisiones y a veces conflictos! Emprender el camino y unirse a nuestros contemporáneos en el nombre de la misma “declaración” de la que son destinatarios: «ellos son mi pueblo y yo soy su Dios». Siguiendo a Vicente, la Orden es invitada una vez más a la itinerancia, geográfica, cultural e intelectual. El fuego espiritual que puede animar esta itinerancia apostólica es la determinación de sentirse predicador aceptando dejarse expropiar de uno mismo, de la seguridad, de las «zonas de confort», de las mentalidades bien establecidas. «Vayamos a otra parte, a las aldeas vecinas, para que allí también yo proclame la Buena Nueva; porque por eso salí» (Mc 1,30). De Domingo se decía que estaba constantemente preocupado por ir a los Cumanos. ¿Cuáles son nuestras preocupaciones hoy en día?
Compasivo. Este deseo debe estar ante todo impregnado de una poderosa compasión por los que sufren. Porque son signo de la verdad de lo humano. De su sufrimiento, ciertamente. De su pecado, a veces. Pero sobre todo, la capacidad de los humanos para soportarse mutuamente en la prueba del sufrimiento, para compartir entre sí el peso del sufrimiento hasta el punto de que desaparezca y pueda transformarse en la alegría de la solidaridad vulnerable. Como Domingo, Vicente experimenta cómo la compasión le mueve a predicar, al mismo tiempo que le invita y le lleva a acercarse, y a hacerse hermano, de los que esperan consuelo. Vicente, el hacedor de milagros, ciertamente impresionó a la multitud, y sus milagros fueron probablemente una de las causas de su gran fama. Pero, ¿acaso las multitudes no se vieron igualmente impresionadas por esta capacidad de acoger «en el fuego de la caridad» a aquellos que, como enfermos, discapacitados, dolientes, desterrados de la sociedad por diversas razones, sufrieron la experiencia de estar exiliados? Compasión que inserta así la predicación del Evangelio en la historia fundacional de la liberación del pueblo elegido por Dios.
¿Acaso no hay aquí una luz que pueda guiar los discernimientos que, en muchos lugares, tenemos que hacer para determinar las prioridades, los lugares y los modos de servicio de la Orden a la evangelización?
Si San Vicente Ferrer hubiera de ser reconocido como doctor de la Iglesia, sería sin duda por esta pasión por la predicación, enraizada en la contemplación de la Palabra y animada por el deseo de que irradie el misterio de la Iglesia, Cuerpo de Cristo. En cierto modo, enseña a la Iglesia de la misma manera que, siete siglos después, tras el Concilio Vaticano II, el Papa Pablo VI enseñó a la Iglesia: Evangelii nuntiandi. La Iglesia se establece, es decir, descubre al mismo tiempo el misterio que está en su origen y desarrolla gradualmente su gracia, al afirmarse, a imagen de la primera comunidad apostólica, como comunidad de hermanos y hermanas, «discípulos misioneros» (Evangelii Gaudium, 120). La Iglesia existe para evangelizar (Evangelii nuntiandi, 14). El misterio de la comunión trinitaria que subyace en la Iglesia se revela a través de la proclamación de la única verdad. La gracia del predicador es intentar, con sus pobres palabras humanas, desvelar este misterio y convocar en su nombre a la unidad. Así es Vicente. Es doctor porque enseña, mediante el compromiso de toda la energía de su vida en la predicación, que, para la Iglesia, la predicación consiste en ir al encuentro de la unidad del amor de Dios por su pueblo, de la unidad constituida por el Espíritu, una unidad por la que Jesús quiso dar su vida. Enseña a la Iglesia cómo la itinerancia de la predicación es el camino por el que la Iglesia recibe la gracia de ser configurada como Cuerpo vivo de Cristo. Y esta configuración es el misterio que lo llama a predicar, no de una manera orgullosa y severa como lo haría un juez, sino desde las entrañas de la caridad que corrige con paciencia y confianza, que guía la compasión paterna cuando acoge sin reservas al hijo pródigo, que consuela a sus hijos con la dulce ternura de una madre. Vicente Ferrer es doctor en la predicación en cuanto que enseña a la Iglesia cómo puede predicar, si está dispuesta humildemente a dejar que Cristo proclame el Reino en su interior.
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