A los cuarenta días…
El eterno ha cumplido cuarenta días. La que es virgen acude al templo como madre. La que
es Inmaculada se somete al rito de purificación.
El creador del universo, el que puede decir: “Si yo tuviese hambre, no te pediría de comer,
pues soy el dueño del mundo y de cuanto contiene”, presenta ofrenda de pobre, el que es
la Luz aparca en esta tierra de tinieblas…
Jesús es presentado en el templo a los cuarenta días de su nacimiento, este dato es cierto
históricamente, ya que es un mandato de la Ley y resulta impensable que estos fieles
israelitas no lo cumpliesen.
Simeón, un anciano que había envejecido esperando la salvación de su pueblo. Su vida
entera ha transcurrido anhelando al Salvador. Movido por el Espíritu acudió al templo y
descubrió que su espera y su fidelidad habían sido recompensadas. Lo mismo le ocurrió a
Ana, la anciana que, viuda desde muy joven, se dedicó enteramente al servicio del Señor.
Allí, ante sus ojos, tenían al tan ansiado Libertador.
María, Simeón, Ana, todos perfectamente identificados. Pero ¿y José? El que ha recibido la
misión más sublime, la más inefable, pasa desapercibido. Y es que, ni José ni María, al igual
que Jesús, no hacen alarde de su categoría, una categoría solamente reconocida por Dios.
Nuevamente impulsado por el Espíritu, Simeón arranca con un cántico de gratitud y
alabanza: Un cántico que, ojalá también nosotros al final de nuestros días, o de nuestras
Instituciones, podamos repetir:
“Ahora, Señor,
según tu promesa,
puedes
dejar a tu siervo
Irse en paz.
Porque mis ojos
han visto al Salvador.
Sor Áurea Sanjuán, OP