El Adviento es una espera, es tiempo de preparación. Es una espera activa: nos preparamos a recibir algo, recibir a Alguien.
Pero, ¿qué esperamos?, ¿qué deseamos recibir?
¿Deseamos recibir? ¿Qué?
Según sean nuestros deseos, será nuestra espera.
Deseamos aquello que necesitamos. Aquello que pensamos puede hacernos felices.
Deseamos aquello que puede hacernos felices.
El hombre actual, que relativiza todo, que se pone a sí mismo como medida de la verdad y del bien, espera una felicidad a su medida. Espera una felicidad chiquitita, la que puede caber en su mente. La que puede construir con sus manos: tener salud, obtener un título, tener una casa, tener…..Ha quitado de su mirada el infinito y se queda sin horizontes. Se sacia con pequeños placeres momentáneos que dejan la resaca de un corazón vacío y hastiado de nada. Queda sólo el dolor de una desilusión infinita, porque hemos sido creados para el INFINITO y solo Él nos puede saciar.
Esta es la espera que nos propone el Adviento: una espera que nos abre al Infinito, que nos agranda el deseo para poder acogerlo y ser saciados con una alegría que nadie nos puede quitar.
En sus dos dimensiones: las tres primeras semanas de espera escatológica, del señorío pleno de Cristo en el mundo de los hombres y en toda la creación. Y la última semana abierta a revivir la espera de María que se abre a la VIDA y es cauce de Salvación para todos.
Las dos esperas se reducen a una sola: la espera de Dios que está llamando a nuestra puerta para que cenemos juntos. Nuestro Adviento se funde con el Adviento de Dios: cuando Él nos envuelva en su Amor ya se acabará todo adviento. Sólo habrá PLENITUD.