Un hombre al borde del camino, en la cuneta. Un hombre identificado con su nombre y su apellido: “Bartimeo, el hijo de Timeo”. Y del cual se nos relatan minuciosamente todos sus gestos: grita, da un salto, suelta el manto… ¡Por qué y para qué tanto detalle? Quizá para que no caigamos en la inacción que provoca lo abstracto y general.
Son muchos los Bartimeos, mucha la gente contemporánea que malviven en nuestra sociedad impropiamente llamada de progreso y bienestar. Son muchos los que gritan su precariedad.
Impotentes ante tanto infortunio nos limitamos a lamentar, a compadecer y a reprochar un sistema o una guerra que generan tanta desventura. Aturdidos por las cifras que señalan el gran número de desprotegidos no advertimos la presencia de algún Bartimeo concreto, también con nombre y apellido que implora y gime junto a nosotros y al que deberíamos acercarnos con el gesto de Jesús: “¿Qué puedo hacer por ti?”
El evangelio de hoy nos sugiere otros puntos de reflexión.
Bartimeo al borde del camino pide limosna, pide dinero, comida pequeñas cosas que alivien su pobreza. Al sentirse llamado por Jesús se hace consciente de su auténtica necesidad, aquella que es raíz y germen de toda su penuria, es ciego necesita ver. Al escuchar la voz de Jesús: “¿Qué quieres que haga por ti?” ya no duda, ya no pide minucias, pide lo necesario y esencial: “Señor que pueda ver”.
Todos somos un poco Bartimeo arrumbados al margen de la calzada ciegos que no logramos dar el salto del pleno seguimiento. Todos somos Bartimeo, afanados por bagatelas y necesitados de la acogida de Jesús:”¿Qué puedo hacer por ti?” Señor que vea. Que vea cual es el manto que debo arrojar porque me impide dar el salto hacia ti.
Como Bartimeo necesitamos ver, como Jesús debemos acoger, como Bartimeo dar el brinco que nos despoje de lo que entorpece caminar, reconocer a Jesús y confesar nuestra fe.
Sor Áurea Sanjuán