El anciano Simeón, justo cuarenta días después del nacimiento de Jesucristo, recibe en el templo a María, a José y el Niño Jesús, y tomándolo en sus brazos lo proclama, como luz que alumbra las naciones y gloria de su pueblo Israel.
Unamos este episodio con aquel que aconteció en el momento de su muerte en cruz; el apóstol Juan nos cuenta que antes de morir, Cristo encomienda su madre María a Juan y Juan a su vez, a María. En el discípulo amado estamos cada uno de nosotros, está la humanidad entera.
En este día, la llena de gracia, la llena de la luz redentora de su Hijo, consagra a Dios el primogénito de toda criatura, el primogénito que ha nacido, hecho hombre, de sus entrañas. Ella no sabe aún que ha sido elegida para ser la nueva Eva, la madre de la humanidad, pero Dios sí sabe que aquella jovencita, al consagrar la Cabeza del cuerpo místico de la iglesia, en cierta forma, nos está consagrando a todos, con la única condición de que en el momento de nuestras vidas nos abramos a la luz de la fe y le digamos, como ella: hágase en mí según tu palabra.
Seguramente, la mayoría, o tal vez todos los que estemos en contacto con este comentario, estamos bautizados, lo cual implica que hemos recibido la luz de la fe y que Cristo, luz del mundo, nos ha unido a él. Con un ejemplo muy sencillo podemos entender que con él podemos ser peregrinos sembradores de esta luz.
Les propongo pensar en una lamparita, si le pedimos que nos sirva, que nos alumbre, tiene que estar enchufada en la corriente eléctrica, si no lo está y tiene solo esa forma de nutrirse de energía, no nos dará luz. De la misma manera los cristianos somos sembradores de la luz de Cristo en el mundo, si permanecemos unidos a él. Pidamos que esta luz suya ilumine nuestra mente y nos haga ver todo según lo ve él, que su luz ordene en nosotros el amor, de tal forma que lo amemos a él sobre todas las cosas y podamos amarnos entre nosotros y que esta luz se irradie en nuestros gestos y palabras para que el mundo crea.
Como la luna que no tiene luz propia, sino que irradia la luz que refleja del sol, así nosotros, en la medida en que recibamos su luz: pensaremos, amaremos y actuaremos según él nos va transformando en sembradores de la luz de la esperanza en medio de una sociedad que da la impresión de no saber a dónde va. De no tener la última y más grande esperanza, y la de vivir en Dios por toda la eternidad.
Sor Mª Luisa Navarro, OP