“La esperanza nace de la experiencia de la misericordia de Dios, que es siempre ilimitada”. P. Francisco.
Cuando mi sobrina mayor tenía cuatro o cinco años, frente a una imagen de la Virgen, que era distinta a la que ella conocía, me preguntó quién era, y le contesté que era María, la madre de Dios; a lo que respondió: “Dios no tiene madre”. En la lógica de un niño, Dios no puede tener madre; sin embargo, sabemos que la misericordia ilimitada de nuestro Dios, pensó, amó y creó una mujer Inmaculada y llena de gracia, capaz de ser madre del Verbo, su Hijo; si creía que para Dios nada es imposible y libremente aceptaba ser fecundada por el Espíritu Santo.
Como a María, la ilimitada misericordia de Dios, nos crea y nos da una misión; y como ella, nos toca responder; aceptándola o rechazándola. Según nuestra lógica de adultos, limitados y pecadores, parecería imposible llegar a ser madre de Jesús, pero esto no es imposible para Dios; nos dice Jesús: “mi madre y mis hermanos son los que escuchan la palabra de Dios y la practican” Lc,8,21.
Cada uno de nosotros puede ser “Madre de Jesús” en su propio corazón. Debemos creer y asentir para que el Espíritu Santo nos transforme de tal manera que la Palabra de Dios habite en nosotros en toda su riqueza. “El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará y vendremos a él y en él haremos morada” (Jn 14,23); este hacer de nuestro corazón morada de la Palabra porque la amamos y la practicamos, y dejar que ella se vaya encarnando cada vez más en nosotros, es, de alguna manera, ser madre de Dios para nosotros mismos y para los demás. Porque la Palabra divina sembrada en el corazón, penetra nuestros pensamientos y decisiones y sale al exterior hecha palabra y obra, conductas y actitudes.
Las madres saben que el don y la tarea de ser madre, no es nada fácil y no acaba nunca; esta tarea de dejar que el Espíritu Santo engendre a Cristo en el corazón y dejar que nuestro corazón sea reengendrado en Cristo, tampoco es fácil y también dura toda la vida, pero es el mayor aporte que podemos hacer a la iglesia y a la humanidad, porque desde este engendramiento que se hace en nuestro interior es desde donde podemos brindar “una sonrisa, un gesto de amistad, una mirada fraterna, una escucha sincera, un servicio gratuito” (P. Francisco).
¡Que María nos enseñe a ser ancianos, adultos, jóvenes y niños de esperanza, a engendrar a Cristo en el corazón para poder decir como san Pablo «no soy yo, es Cristo quien vive en mí», para, desde este corazón cristificado, dar “Jesús” a los demás!
Sor María Luisa Navarro, op