Al parecer Tomás era uno de esos que no están, que siempre faltan o porque van por libre o porque se la dan de listo o porque no valoran el hecho de estar enraizados en un grupo o simplemente se le habrían pegado las sábanas porque todo sucedió al amanecer.

El caso es que ese día no estaba con la comunidad, no estaba cuando llegó Jesús.

Es fácil suponer la que se debió armar cuando llegó a la casa   donde se reunían.

Todos hablando a la vez, gritando para hacerse oír: “¡está   vivo!”   “¡Ha venido el Maestro!” y forcejeando cada uno para que resonara su voz entre el alborozo y contarle su propia experiencia. Jesús había estado allí, en medio de ellos, les había bendecido y tranquilizado y los había enviado a trabajar por el Reino, había estado allí y contaba con ellos.

Pero su entusiasmo chocaba con la frialdad de Tomás.

En Tomás aparecía ya el hombre moderno, ese hombre con el que hoy nos codeamos o que quizá lo somos nosotros mismos.

No vale creer lo que te cuentan, solamente lo palpable y lo experimentable. Y fuera de ese estrecho marco no existe nada más.

–       “Sólo creo lo que veo, no me valen espejismos muéstrame la realidad, algo que yo pueda tocar”

 

Es una canción de Alaska que, evidentemente sacada de contexto, nos sirve para ilustrar lo que en nuestra época resulta ser un sentimiento y una actitud bastante generalizados y que el Evangelio de hoy nos muestra con la respuesta de Tomás:

-“Si no veo en sus manos la señal de sus clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo”.

Solamente advertimos como real aquello que nuestros sentidos   perciben, aquello que la física muestra. Esto que es válido para muchos ámbitos     no es suficiente para la totalidad de nuestro ser humano. ¿No es cierto que necesitamos algo más?

Desde Albert Einstein sabemos que:

– “Es absolutamente posible que más allá de lo que perciben nuestros sentidos, se esconden mundos insospechados”.

¿Sólo en el terreno de la ciencia?

 

Ciertamente no todo lo que se dice o se te dice es fiable y ciertamente no es buena la credulidad, por eso es bueno rodearte o afincarte en un entorno donde estar a salvo de la mentira interesada, donde reconociendo los límites de nuestro conocer y

saber no se nos impongan y no aceptemos dogmatismos indiscriminados.

Por eso es bueno permanecer en la comunidad donde vivir y acumular conocimiento, pero sobre todo donde encontrar apoyo, fuerza y seguridad, donde adquirir esa sabiduría que nos guía hacia la vida buena. Esa vida que no está hecha de datos,

hipótesis y fórmulas sino de prudencia, honestidad, solidaridad y bondad.

Tomás se había alejado a sí mismo, sin embargo, en solitario perdió mucho. Perdió el apoyo y el estímulo que ayuda a mantener viva la   fe y perdió, sobre todo, el encuentro que tuvo la comunidad con Jesús. En solitario había olvidado la promesa del Señor “Donde haya dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo”.

Pero la historia acaba bien. Jesús conoce nuestra fragilidad y la subsana. A los ocho días estando otra vez reunidos y esta vez sí, Tomás con ellos, Jesús se puso en medio y dijo: “Paz a vosotros”.

Luego dijo a Tomás: “Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado y no seas incrédulo sino creyente”.

Y sabemos cómo Tomás, estremecido y con su orgullo rodando por el suelo exclamó: “¡Señor mío y Dios mío!”

Y Jesús le dijo: “¿Por qué me has visto has creído?”

¡Atención! que lo que sigue va para nosotros, los que llegamos después: “Dichosos los que creen, sin haber visto”.

Tomás – nosotros- ya no dice: sólo creo lo que veo sino creo, aunque no veo.

Sor Áurea Sanjuán Miró, op

 

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