Día 4- El canto de Laudes y la Eucaristía entonan el inicio de nuestras jornadas. Si la sesión de ayer fue el ejercicio del discernimiento en común, la de hoy se condensa toda en la experiencia del diálogo. Desde las 10 de la mañana hasta la 1,30; desde las 4 de la tarde hasta las 8, todas las participantes nos reunimos en la sala de juntas y dialogamos sobre las propuestas que las comunidades enviaron para ser debatidas durante la Asamblea Federal. En esta ocasión no nos desplegamos en comisiones, lo hicimos todo al unísono. Se fue exponiendo una a una cada cuestión, cada sugerencia, cada propuesta; en cada una se expresaron las hermanas con toda libertad, con todo respeto, con toda transparencia. La moderadora, se puede decir, tuvo el día libre. La Orden lleva practicando la sinodalidad desde su origen, no sé si sería exagerado decir, que ése es su origen. Lo que sin duda se puede afirmar, sin temor a error, es que en ella se gesta su fecundidad. Sin duda. Después de 800 años no nos ha ido tan mal y estamos aquí para contarlo.
Se puede decir con toda veracidad que son las comunidades quienes edifican la Asamblea: escogen a sus prioras, eligen a sus delegadas, presentan las propuestas temáticas, las cuestiones a plantear. A las comunidades vuelven las resoluciones que en ellas serán votadas. Una circularidad lenta, a veces, tediosa, pero es gracias a ese recorrido que la cohesión interna y la permanente evolución de los procesos, nos hayan traído hasta aquí. Sin resabio alguno de triunfalismo, sin considerar ninguna meta lograda, pero con la convicción de que hay una historia que avala este modo de vivirnos.
Desde las 10 de la mañana hasta la 1,30; desde las 4 de la tarde hasta las 8, 17 mujeres se concedieron el tiempo de escucharse, de dialogar mirándose a los ojos, de sentarse ante la realidad, para pensar juntas; llamando a las cosas por su nombre, hablando de las habas contadas de la vida que nos reta y descoloca sin tregua. Durante todas esas horas libres de impaciencia, mojadas por la lluvia de ideas, de las experiencias brindadas como pan común, leyendo en la escucha, acogiendo con sumo interés cada aportación, cada interrogante, cada petición, cada sugerencia, nos recibimos unas de las otras como un oleaje apacible, revelador. En este ambiente en el que la diferencia tiene su espacio, su respeto y la sintonía su gratitud, apreciaba que la palabra compartida se tornaba predicación en grado sumo.
No me equivoqué, porque conversando con las primerizas en estas lides, constataban lo bello del ambiente generado en la Asamblea: la fluida participación, la madurez de las hermanas, la personalidad a la hora de exponer, el adecuado tono, la transparencia, la liviandad con la que progresaban las cuestiones y la delicadeza a la hora de disentir.
Y, como detalle negativo, que evite ser tildadas de edulcoradas, cabe resaltar el hecho de que, sobrellevar la mascarilla todas esas horas con casi 30º de temperatura, roza la semi-heroicidad.
Y, como detalle anecdótico, que ponga la pizca de humor, a la hora de ir a comer, nos encontramos que compartiríamos el comedor con un ciento de niños de entre 9 y 15 años. Os podéis imaginar las caras de esos angelitos al contemplar la comitiva de 17 monjas entrando en el comedor. A los profesores les vino de perlas, añadir a la novedad de mostrar a los críos la escuela-granja, los inesperados “especímenes” de blanco y negro que se cruzaban en los pasillos. Está de más decir, lo complacidas que nos sentíamos ante el bullicio y la vitalidad de los infantes que transformaron nuestro temporal monasterio en una guardería transitoria sin mayor dificultad.