Un poco de riqueza atrae amigos, pero tanta y de origen tan fraudulento te deja solo en el mundo. Esa era la experiencia de aquel acaudalado jefe de publicanos. Rodeado de sus subalternos, recaudadores para Roma como él, es de suponer que también entre ellos proliferarían las rivalidades y los celos. Únicamente percibía miradas hostiles, odiosas y envidiosas. Su opulencia, su inmenso poder hacían de él un pobre hombre.
Ni su lujosa vida ni la suntuosa vestimenta lograban hacerle sentir la seguridad y la satisfacción que ansiaba. Su prestigio rodaba por los suelos hecho añicos.
La ansiedad oprimía su corazón. No sabía qué buscaba ni qué deseaba. En su interior se había instalado el desconsuelo, pero también el gusanillo de la curiosidad.
Había oído hablar de un tal nazareno hijo de carpintero y su madre era María, una vecina más entre la mujeres del pueblo. Se contaban de él increíbles prodigios y que sus palabras eran fuego para el corazón, agua y pan de vida que saciaban toda hambre y toda sed.
¿Pero de Nazaret ¿puede salir algo?
¿Y si fuese un profeta?
¿Cómo es que, hasta los pobres, esos desgraciados, dicen sentirse felices a su lado?
¿Felices? Con un poco de sosiego se conformaría. Sí, eso deseaba, eso necesitaba, un poco de paz, de reconocimiento… Dicen que acoge a todos, que no hace ascos de nadie. Al tiempo que su cabeza era un torbellino iba asomando un atisbo de esperanza… si al menos pudiese verlo… ¡Quería ver a Jesús!!
Escuchó el bullicio de un grupo de gente que se acercaba, ¡por allí iba a pasar el Maestro! Le dio un vuelco el corazón, presentía que algo iba a suceder en su vida.
Pero de nuevo el titubeo. ¿Cómo salir a su encuentro? Físicamente era poca cosa y socialmente un pecador. Bajo de estatura no alcanzaría a verlo y la gente se apartaría de él como de un impuro y hasta tendría que aguantar insultos y burlas.
Urdió una grotesca estratagema, pensado y hecho se subió a un sicómoro, escondido entre su follaje nadie advertirá su presencia. Ya nada le impediría conocer a Jesús.
De pronto se estremeció, había escuchado su nombre, un nombre que muy pocos sabían, ya que todos lo conocían por la etiqueta que le habían colocado, era un pecador.
– «Zaqueo baja que hoy quiero hospedarme en tu casa»
Se hizo un incómodo silencio, cundió el estupor y el escándalo. Lo había provocado Jesús.
«Zaqueo muy contento bajó enseguida» al tiempo que se reavivaba el alboroto que ahora se había vuelto crítica y murmuración. Al ver esto, todos murmuraban, diciendo: «Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador.»
Zaqueo estaba etiquetado. Era el pecador y lo seguía siendo en el convencimiento de la gente, pese a que estaban siendo testigos de la llamada de Jesús y de la generosa respuesta de Zaqueo. Para ellos no contaba esa conversión. Resulta muy difícil borrar etiquetas y cambiar ideas asentadas y fortificadas en nuestra mente y en nuestros sentimientos. No vemos a las personas como son sino como pensamos que son…
Entretanto Jesús y Zaqueo conversaban.
Zaqueo había recuperado la paz y la alegría, se sentía rehabilitado y eufórico.
«Se puso en pie, y dijo al Señor: «Mira, la mitad de mis bienes, se la doy a los pobres y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más.»
Jesús le contestó: «Hoy ha sido la salvación de esta casa; también éste es hijo de Abrahán.
Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido.»
Zaqueo ha tenido un encuentro personal con Jesús, ha saboreado su acogida y ha sentido que Dios no es un Dios lejano, sino que está “más cerca de nosotros que nuestra propia yugular”.
Son muchas las enseñanzas de este pasaje, nos hemos fijado en las actitudes y reacciones de Jesús, de Zaqueo y del pueblo.
Jesús por su cercanía a un pecador provoca el escándalo, quiere volver a decirnos que nosotros miramos la apariencia y Él sondea el corazón. Zaqueo se interesó por Jesús, volcó en él su desazón, quiso verle y su vida cambió. El pueblo quedó tal como estaba, anquilosado por su rechazo al cambio. No supo ver en Zaqueo más que lo que siempre había visto, un pecador y se escandalizó de Jesús que «come y bebe con los pecadores».
¿Y nosotros? La escena nos ha mostrado cómo el encuentro con Jesús nos cambia y salva. Él tiene la iniciativa, pero como Zaqueo debemos «hacer algo» para propiciarlo.
Ojalá escuchemos esa misma voz que hizo bajar a Zaqueo pronunciando nuestro propio nombre: “Baja, que voy a hospedarme en tu casa”.
Sor Áurea Sanjuán, op